Érase una vez que se era una
caballa cósmica… sí, sí, una caballa cósmica, ¿por qué? ¿Es que acaso se
extrañan ustedes? Pues no me lo explico. No entienden el por qué de la
existencia de la caballa cósmica, y no se plantean por qué dejamos que el mundo
esté en manos de mentirosos, extorsionadores, corruptos, canallas, blasfemos,
arpías y demás seres chupasangre con traje de chaqueta. En fin, yo me vengo a
referir a la existencia verdadera, y no de un ser mitológico, de la Caballa
Cósmica. Estoy en disposición de jurar por el bolsillo de Doraemon que la
caballa era tan cósmica como éste. Y lo sé porque yo la vi. Y digo era porque
no sé si todavía navega por los mares del sur, o bien acabó en un suculento
plato de menú de verano. Pues bien, ésta caballa era como Jack Lemmon en “El
Apartamento”, un ser que se sentía muy solo a pesar de estar rodeado de otros
tres millones de caballas. La caballa cósmica nadaba y nadaba, pero Walter
Mathaus no aparecía. La extraña pareja se extrañaba, y se extrañaban tanto que
hasta sus lágrimas se podían distinguir del agua del mar. Tal vez Walter
siempre estuvo a la vuelta de la escollera, o escondido debajo de la rueda de
un carrito del Mercadona, no se sabe con certeza.
El día que la conocí la marea
estaba tranquila, calmada, no tenía muchas de ganas de jaleo. Estaba como un
funcionario un domingo de lluvia en su casa, con los pies por lo alto de la
mesa. Tranquilita. No sé muy bien como vino a parar tan cerquita mía, lo mismo
la caballa se dejó de ir, se relajó, se relajó como se relaja un empollón en la
tercera evaluación. El caso es que a mí, aunque en primera instancia me asustó,
cierto es que inmediatamente después me dio una gran sensación de seguridad, de
paz… la caballa tenía la virtud de transmitir esas sensaciones entre su gente.
Pero de seguida noté algo raro
en su mirada. Es como cuando el que te vende los cupones de la ONCE se quita
las gafas de sol: sabes que hay algo raro en la mirada, pero no sabes muy bien
qué es lo que es. Tras una breve introducción y mutua presentación, la caballa
me habló de su soledad, el motor de sus tristezas, el motivo de sus vaivenes,
el motivo que le levantaba las escamas más que un pasodoble viñero. Hablaba de
la soledad como el gran lastre de su vida, que le hacía pensarse hasta quitarse
la categoría de azul, que no se soportaba a sí misma, que su soledad era más tormentosa
que un discurso de campaña electoral. Entonces fue cuando me mosqueé con ella y
le tuve que contar mi versión de la soledad.
La soledad es como una pintura
Impresionista: es más fea cuanto más cerca la tengas. Pero la pintura es la
misma, la pintura no cambia, de cerca o de lejos, aquí o en Pekín… lo que
cambia siempre, es tu percepción de la misma. Lo que cambia es la forma de
verla.
La soledad es la fuente de
inspiración artística. De la soledad siempre nació la inspiración, de la
soledad siempre nació la creación.
La soledad es la mejor compañía
que puedas tener. Con la soledad estás tú. Y no hay nadie más importante que
tú, por más que parezca lo contrario.
La soledad es el acompañante en
el camino de la reflexión. La soledad es la que te acompaña siempre, la que
nunca te abandona, la que siempre está ahí esperándote a que hagas uso de ella
cuando quieras, la soledad siempre está de guardia por ti.
La Soledad puede llegar a ser
incluso esa vecina del quinto que está tan buena.
La soledad siempre te hace
compañía como un perro viejo: que aunque esté muy cansado, no se mueve de tu
vera. El problema es que la soledad tiene muy mala fama, la soledad tiene muy
mala prensa. En soledad se puede encontrar la felicidad en el camino, por mucho
que nos empeñemos, a mi juicio erróneamente, en encontrar el camino de la
felicidad.
La caballa atendía a mis
palabras como un niño chico a Bob Esponja. Y fue entonces cuando me dijo, ahora
soy yo quien te dará mi versión de la soledad, pero te la daré ligerito porque
en aquella escollera está echando ya unos lances y segurito que caigo:
La soledad es el caramelo del
diabético, la soledad es la voz del esquizofrénico, es el ancla del barco, es
el chino que se te cuela dentro del zapato.
La soledad te hace llorar y que
nadie te seque las lágrimas. La soledad aparece siempre que se acaba el papel
del wáter, cada vez que te quedas sin batería, y cada vez que se te parte el bañador
en la playa.
La soledad hace que al darte la
vuelta en la cama esté precisamente el otro lado de la cama. El otro lado frío
de la cama. La soledad no te ayuda a levantarte por las mañanas, y hace que
tardes más en dormirte.
La soledad no quiere que le des
los buenos días a nadie, ni las buenas noches antes de irte a la cama. La
soledad es tan mala que ni te trae una taza de puchero calentito a la cama
cuando estás con gripe.
Atendí fijamente a las palabras
de la caballa cósmica, al tiempo que ésta se despedía argumentando que no tenía
más tiempo para mí. Le pregunté ¿es que tienes algo mejor que hacer? A lo que
respondió: No, sólo que prefiero, seguir nadando en soledad.

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