Relatos del Capitán Maguila
Cada cosa no tiene un nombre y no hay un nombre para cada cosa. Lo mío no tiene ni nombre, ni cosa, ni forma. Sólo palabras, una detrás de otra. Espero que os gusten o si no, que al menos os entretengan.
martes, 16 de noviembre de 2021
#Poemartes 16/11/2021
martes, 9 de noviembre de 2021
#Poemartes 09/11/2021
#Poemartes (II)
martes, 2 de noviembre de 2021
#PoeMartes 02/11/2021
#PoeMartes (I)
lunes, 7 de diciembre de 2020
Cosas que me dan miedo
sábado, 28 de noviembre de 2020
LA ÚLTIMA CANCIÓN
La responsabilidad es tan
grande que puede llegar a poder contigo, se te mete dentro lentamente como la
carcoma y te va comiendo, sacando de dentro de ti ese polvo compuesto por
pedacitos de uno mismo. Y la presión, demoledora, aniquiladora. La soledad, a
veces, se hace insoportable, hace que te desangres.
Plantarte delante de
quince mil, treinta mil, o aquel concierto en el que más de cincuenta mil
personas decidieron pagar una entrada para verme a mí… a mí…, es una obligación
que sólo yo me he buscado. Y aun así, con tanta gente delante, sentirme tan sólo…
Tal vez la suerte, el destino o vete tú a saber qué también me hayan puesto
aquí, en este pedestal de idolatría musical, pero al fin y al cabo siempre ha
sido decisión mía aceptar este estilo de vida y dejarme llevar por mis talentos,
para llegar a donde sólo unos pocos fueron capaces de llegar: al olimpo de la
eternidad discográfica.
Pero el peaje no ha sido
ni mucho menos barato en este viaje. Son muchas cosas las que tuve que dar a cambio
de la inmortalidad. Mi vida, por ejemplo, se ha convertido en la luz del foco, en
el objetivo de la cámara, en la diana de las pupilas, en el nicho de las
críticas, en el oído de los secretos, en la mirilla del fisgón, en el puntero
láser del fotógrafo, en el flash del chismorreo, en el blanco del francotirador
mediático, en el videoclip de la biografía de otro… en eso se ha convertido mi
vida. Todo ello con una banda sonora que yo mismo toco y que, irónicamente, yo
mismo he compuesto. Mi propia balada fúnebre.
Ni
siquiera tengo cuatro paredes a las que pueda llamar casa, hogar. Yo no tengo
de eso. Puedo tener una legión de incansables fans, que se aglomeran a las
puertas que dan acceso al backstage antes de cada concierto, en una lucha
desesperada por conseguir una foto conmigo, o un autógrafo, pero no tengo nadie
que me quite los zapatos mientras derramo mi cansancio en el butacón del salón
de casa, cuando llego de terminar una gira. Puedo tener un manager que está
pendiente de todo lo que sucede a mi alrededor, que hace que en mi camerino no
falte nunca de nada, incluso cosas que ni utilizo, y que sepa hasta lo que voy
a comer al día siguiente, pero no sabe por qué algunos días me levanto con las dudas
dándome martillazos en la cabeza, tan pensativo como estresado, tan melancólico
como depresivo, ni por qué tengo tantos miedos ocultos detrás de mis gafas de
sol de Rock & Roll Star. Puedo tener mil pares de manos que me froten la
espalda en un efusivo y falso reconocimiento, o que me aplaudan con sonrisa
suplicante, pero no tengo ningún amigo a quién tenderle la mía propia, o que él
me la tienda a mí. Sigo estando sólo, sigo perdido y sigo sin encontrarme,
aunque todos me señalen y me miren como si me conocieran.
Yo no sé lo que es un café
en una cafetería, ni un libro al sol en un parque, ni cuánto vale una cerveza
en un bar de barrio, no sé qué es un asiento de autobús, ni un ticket del
metro, ni una cola para comprar el pan, ni una playa llena de gente, no sé el
nombre de mi vecino, ni siquiera mi código postal, ni cuál es la llave que abre
mi buzón. Si te soy sincero, no siempre sé quién soy. No sé si soy el que
aparece en las portadas de mis discos o el que visita la tumba de mi madre los
domingos. Millones de personas en todo el mundo saben quién soy, pero
¿realmente me conoce alguien? Según dice el refrán “el bosque no deja ver los
árboles”. Yo soy un árbol dentro de ese bosque, oculto entre tanto follaje,
pero aun así la gente me ve, o al menos ve una versión de mí que identifica
como verdadera. Soy el único árbol de un bosque inmenso.
Mi cama ya no es una cama.
Es otra cosa distinta, fría, inerte, muda. Mi cama ya no es ni el templo del
sueño, ni el confesionario de los orgasmos. Porque ni duermo en ella ni hay
otra piel que sienta lo que es el amor bajo mis sábanas. De hecho, mi cama se
ha convertido en el purgatorio de mis desvelos. La única compañía de mi
soledad. La almohada es ahora mi primera y última confidente, la única a quien le
he contado siempre la verdad y la única que os podrá contar todo cuando yo me
vaya, cuando ya no esté aquí. Ante cualquier duda, preguntadle a ella, porque
yo no podré responderos nunca más. Ella sabrá cuál fue mi última canción.
El agente dobló la carta
en tres partes y la puso encima de la mesa de la sala, justo delante del
interrogado.
-
¿Reconoce
usted estas líneas?
-
Sí
señor, tal cual. Pertenecen a la carta que me encontré en la habitación. Fue lo
primero que me encontré al entrar.
-
¿Y
reconoce la letra?
-
Sí
señor.
-
¿Cree
que pertenecía a su representado?
-
Con
toda seguridad, señor, no tengo duda que él escribió esa carta.
-
¿Cómo
pudo entrar usted? ¿No se alojaban en habitaciones distintas?
-
Sí,
pero él siempre me dejaba la segunda copia de la llave de su habitación. Yo se
la pedía porque a veces se le olvidaban cosas y yo iba a recogérselas. Ya sabe,
los managers tenemos que estar en esas cosas también.
-
Entiendo.
¿No observó ningún comportamiento extraño últimamente en él?
-
No,
señor. Las estrellas de rock son extravagantes, a veces resulta complicado
leerlas o saber exactamente qué está pasando por sus cabezas.
-
Por
favor, descríbame otra vez lo que hizo ayer en la mañana.
-
Pues
verá, yo subí a su habitación porque estaba tardando demasiado en bajar,
incluso más de lo que acostumbraba, habíamos quedado casi dos horas antes. Al
abrir la puerta vi la carta en el suelo. Me extrañó. La cogí y la puse encima
de la mesa, pero no la leí entonces. Vi que la cama estaba intacta, como si
nadie hubiera dormido en ella en toda la noche, y la puerta del baño estaba entreabierta.
Me asomé dentro. El brazo le caía por el borde de la bañera totalmente cubierto
de sangre.
sábado, 21 de noviembre de 2020
LA CASA DEL MINISTRO
Todavía notaba en mi
cuerpo la tensión por la noche anterior. De hecho, un temblor incontrolable
sacudía mis manos desde aquel instante en que tuve que esconderme en la
despensa de la cocina temiendo por mi vida, seguro de que esa sensación de
pánico sería la última que recorrería mi cuerpo antes de morir. Lo que yo no
sabía es que aquella tensión no era nada comparado con lo que sentiría sólo
unos minutos después.
La madrugada anterior me
había dejado exhausto, no sólo por todo lo que aconteció durante la noche, que no
fue nimio, ni la falta de sueño, sino también por todo lo que vino sucediendo desde
primeras horas de la mañana: continuas llamadas de teléfono, la insistencia de
los periodistas, comparecencias de prensa, aglomeraciones de gente protestando
delante del Congreso… un estrés que casi acaba conmigo, como si no hubiera
tenido bastante con lo que ya había pasado. Aquella mañana necesitaba huir de
toda esa presión social aunque fuera tan sólo por unos minutos, así que fui a
refugiarme a mi cafetería habitual, perfecta trinchera de anonimato. Sentado en
la barra, escuchaba de fondo las noticias que daba el telediario, mientras
miraba de reojo los diarios doblados a la mitad que había encima de ella, en la
esquina donde yo trataba de esconderme. En realidad daba igual el canal de televisión
o el periódico, todos hablaban de lo mismo y habían usado prácticamente el
mismo titular para sus portadas, hasta tal punto que parecían fotocopias unas
de otras:
Asaltan la casa del Ministro
del Interior
El ministro acudió
anoche a la gala benéfica de la Policía Nacional. Se sospecha que los
asaltantes hayan podido llevarse consigo documentos oficiales clasificados, así
como abundante dinero en metálico y joyas valoradas en cientos de miles de
euros. Afortunadamente, el ministro sale ileso del asalto, no así su mayordomo.
No me percaté de que la puerta principal
estaba entreabierta hasta que estuve bien cerca del porche de la entrada de la
casa, tras haber atravesado el jardín que lo antecedía. Eso, junto con el
silencio agobiante de los alrededores, fue la primera señal que me hizo sentir
que algo no iba bien. La oscuridad de la noche sólo era interrumpida por unos
leves fogonazos de luz de luna que alumbraban los peldaños que daban al porche,
los cuales subí notando bajo mis pies un leve crujir de madera y los bombazos que
mi propio corazón me daba en el pecho. La intuición me decía que permaneciera callado,
en silencio, que seguro habría una explicación lógica a por qué la puerta
principal de la casa estaba abierta, a pesar de que fuera algo totalmente
inusual, especialmente a esas horas de la madrugada.
Quizás es sólo un descuido de alguien
del servicio, pensé en ese momento, que con las prisas olvidó cerrar
debidamente. Por si acaso, anduve los tres o cuatro pasos que había desde las
escaleras hasta la puerta con mucha precaución y cautela, intentado hacer el
menor ruido posible, incluso conteniendo la respiración. Aquella situación de
tensa calma me empezaba a estresar, comencé a sudar y por culpa de los nervios pensé
que hasta la gota de sudor que me caía por la sien derecha estaba haciendo
demasiado ruido. Al igual que el resto del cuerpo, mis manos también sintieron
los nervios y se alzaron temblorosas para intentar deslizar la puerta con la
mayor suavidad posible. Hacer ruido era lo último que quería en ese momento,
así que mientras abría lentamente, le siseaba a mi corazón suplicándole
silencio. Conseguí abrir la puerta de manera más o menos tácita, y la luz de
luna y yo entramos al recibidor al mismo tiempo. Allí me encontré la segunda
señal de que algo no iba bien: el mayordomo estaba tirado en el suelo del recibidor
encima de su propio charco de sangre.
Me llevé rápidamente las
dos manos a la boca para callar los gritos mudos que intuitivamente me salieron,
y cerré los ojos con fuerza, como suplicando que al abrirlos ese cuerpo inerte desapareciera
de mi vista y que todo hubiera sido sólo una desagradable alucinación. Pero no
fue así, cuando los abrí de nuevo, el cuerpo seguía allí tirado, muerto y frío,
con el cuello rebanado de oreja a oreja. Evidentemente me quedó claro en ese
momento que alguien había entrado en la casa, pero mi duda era si todavía
estaba -o estaban- allí o si por el contrario ya se habría –o habrían-
marchado. A lo mejor puede que no fuera la decisión más razonable, pero dadas
las circunstancias condicionantes llamar a la policía no me pareció una buena
idea. Yo no tenía la certeza de que no hubiera nadie en la casa y temí que al
realizar la llamada alguien me oyera y yo fuera el siguiente en ser asesinado. En
cualquier caso, decidí continuar con un claro cometido: registrar la casa intentando
que mi respiración acelerada y sollozante hiciera el menor ruido posible para
no llamar la atención, en el caso de que alguien todavía anduviera por allí.
Tras el recibidor pasé a
la cocina, donde todavía pululaba por el aire un agradable olor a sopa de pollo,
que el mayordomo seguramente habría estado preparando antes de que le cortaran
el cuello. Nada me llamó la atención, todo parecía estar en orden, al fin y al
cabo no era más que una cocina y allí no había nada de valor, salvo un juego de
cuchillos japoneses en el que faltaba una pieza, el más grande, quizás el que
habían utilizado para matar al mayordomo.
Avancé, sigiloso y con los
ojos bien abiertos, hasta la pequeña salita que había nada más salir de la
cocina, a mano derecha, donde me encontré todo revuelto. En la estantería
faltaban los libros que sobraban en el suelo esparcidos sobre la alfombra, los
cajones del aparador estaban abiertos y vacíos, cuyo contenido también habían
revoleado aleatoriamente por toda la habitación, y los cuadros que antes
colgaban de la pared habían sido quitados de su sitio y ahora yacían de mala
gana encima de los libros. Seguramente andaban buscando la caja fuerte, sin
saber que estaba en la primera planta, en el despacho. Fue al ver todo ese
desorden cuando inmediatamente entendí que el asesinato no había sido premeditado,
sólo una cuestión de desafortunada coincidencia y maldita casualidad. Los
asaltantes se lo habrían encontrado allí de manera fortuita e inesperada cuando
entraron a robar, pensando que la casa estaría vacía en ese momento. Tras ser
sorprendidos, no tuvieron más remedio que eliminarlo. Simplemente, mala suerte.
Tras inspeccionar la
salita, me moví con la intención de ir hacia las escaleras que llevaban hasta
la primera planta, pero justo en ese instante el corazón me dio un vuelco
sobrecogedor y casi se me sale por la boca. Dos voces quedas bajaban desde la
planta superior por las escaleras hasta donde yo me encontraba. Una voz ansiosa
le metía prisa a la otra voz, que respondía también ávida. Ahí temí por mi vida,
seriamente. No sabía con quién me iba a encontrar. Volví rápido sobre mis pasos
intentando no tropezar con nada o hacer el menor ruido, para esconderme en la
despensa de la cocina y no ser visto por los asaltantes. Me metí allí dentro,
cerré la puerta y me senté en el suelo, acurrucado conmigo mismo, rodeado de
latas de sopa de tomate y sardinas en salsa. Me puse las manos sobre la boca
para tapar el ruido que yo creía que hacía al respirar nervioso, aunque no
tardé en arrepentirme de ello, porque quizás fue una buena idea para
silenciarme pero definitivamente no para calmarme. Me faltaba el aire, me ponía
aún más nervioso y empezaba a pensar que yo sería el siguiente tras el
mayordomo. Escondido en la despensa no vi absolutamente nada ni a nadie, porque
tenía la cabeza entre mis rodillas mirando hacia el suelo, aunque sí que
escuché perfectamente los pasos y las voces aceleradas de dos personas pasando
por la cocina hasta el recibidor, metiéndose prisa el uno al otro. Varios
segundos después, oí el motor de un coche que arrancaba, aceleraba y cuyo ruido
se hacía cada vez más pequeño en la distancia, hasta que dejó de escucharse
completamente. Nunca antes había pensado que el sonido de un coche podría
provocarme tantísimo alivio.
Las noticias del televisor
me sobresaltaron y me sacaron a rastras de aquella visión. Alguien había cogido
uno de los diarios doblados a la mitad de la barra y se lo había llevado para
leerlo sentado en una mesa de la cafetería. El camarero me preguntó qué iba a
tomar. Yo le pedí un expreso doble y cuando se dio la vuelta hacia la máquina
de café, dos voces vestidas de policía entraron por la puerta y se sentaron
junto a mí en la barra. Uno de ellos traía bajo el brazo la edición de esa
mañana de El Estado, que traía en
portada, como no, la famosa noticia del día. Puso el periódico sobre la barra y
los dos lo miraron con atención. Vi como el que se sentaba más alejado de mí le lanzó un guiño cómplice a su compañero, quien le respondió
con una sonrisa traviesa. Se pidieron un cortado y un americano. Tras oírles
pedir sus cafés, empecé de nuevo a sudar como aquella anoche y los temblores de
pánico se acentuaron, porque yo había escuchado esas voces antes, hacía tan
sólo unas horas. Y fue al escucharlas cuando me vino
el revelador momento de epifanía: ¡ERAN ELLOS! ¡LAS MISMAS VOCES QUE HABÍA OÍDO
EN LA CASA LA NOCHE ANTERIOR!
Entre nervioso y
desazonado, me giré con la intención de decirles algo, pero no fui capaz de
soltar palabra. Lo que quise decirles sólo sonó dentro de mi cabeza: que eran
unos malditos bastardos por haber matado al mayordomo, que anoche, por tan sólo
unos minutos, ellos dos se me habían adelantado en aquel golpe, el cual yo me
había llevado preparando con precisión durante meses, por lo que, si no hubiera
sido por su torpe intervención, yo habría ejecutado perfectamente y sin
víctimas, sin tener que matar a nadie y de manera limpia, y que sólo por eso me
merecía mucho más que ellos todo el botín que se habían llevado de la casa del
ministro. Pero no les dije nada. Me coloqué de nuevo mi gorra de sargento,
pagué el café y me marché resignado de la cafetería.
viernes, 6 de noviembre de 2020
Todos tenemos sentimientos
Aquella sala de espera del hospital se estaba convirtiendo en un auténtico polvorín, una olla rápida cocinando los nervios de los que, con distinta actitud, aguardaban en ella. La presión ambiental se estaba haciendo bastante insoportable, por muy acostumbrados que estuvieran todos a lidiar con situaciones quizá no de ese tipo exactamente pero sí extremas, donde la templanza y sosiego eran fundamentales.
Batman permanecía muy como es él,
callado, observador, calculador, mostrando una tranquilidad exterior que
camuflaba su nerviosismo y estrés interior, de manera muy diferente a Lobezno, quien
se mordía la lengua para no saltar con algún improperio o ese mal hablar
cascarrabias tan típico suyo. Claramente, ese comportamiento no daba a lugar en
aquella situación, y así lo entendió él. Batman, consciente del esfuerzo que su
colega estaba realizando, se lo agradecía con la mirada, sin decir nada. Ya
sabemos lo hermético que es él con sus sentimientos. No en vano ya se lo decía
Alfred: Señor, debe abrirse usted más, desahogarse, expresar abiertamente sus
sentimientos, no puede callárselo todo. A lo que Batman siempre hizo caso
omiso, por supuesto, él era demasiado orgulloso como para hacer lo que otros le
decían que hiciese.
Spiderman estaba trayendo locos a
todos. Nervioso como es él, iba de un lado para otro y estaba que se subía por
las paredes… literalmente. Lobezno lo miraba frotándose los puños y pensaba:
como no te estés quieto, maldito canijo, te voy a ensartar como a un pinchito moruno,
o espetarte como a una sardina.
Iron Man andaba por el pasillo con sus
andares chulescos y prepotentes, haciendo sus propios cálculos y probabilidades:
a ver, si llegamos a las 21.00 y había dilatado… luego las contracciones… pues
tendrá que nacer a las….
Superman, prudentemente, permanecía
sentado tal y como le habían indicado al llegar al hospital, obediente, porque
eso era lo correcto, aunque no le quitaba ojo a Hulk, quien, debido a la larga
espera y los nervios, estaba empezando a tomar unos tonos verdosos que, claro
está, eran tremendamente preocupantes. Superman lo miraba y le hacía un gesto de
yoga con las manos, un Gyan Mudra, para
transmitirle la calma que necesitaba en esos momentos. A mí me va genial el
yoga, amigo, me ha cambiado la vida –le dijo Superman a Hulk en voz baja-. Hulk
se dio cuenta y se lo agradeció, respiró profundo y se levantó. Se fue a una
habitación contigua y empezó a hacer una meditación con música tibetana.
Pasados unos 20 minutos, por fin salió
una enfermera del paritorio, quien lanzó, mientras miraba al techo de la sala
de espera, una pregunta al aire con un tono que desprendía una insultante
desgana.
- A ver, ¿Quién es la pareja de Doña
Catwoman, por favor? Pareja de Doña Catwoman he dicho.
Batman se levantó como un resorte.
- Soy yo –respondió con su voz
profunda-.
- Enhorabuena –respondió la enfermera-,
acaba de ser usted padre de un hermoso muercielagato.
Batman comenzó a llorar. Lobezno sacó
un klinex arrugado, que parecía usado, y se lo alcanzó a Batman. Enhorabuena,
dijo Lobezno. Los dos se abrazaron y Batman le respondió: tú serás el padrino,
amigo. Lobezno también empezó a llorar de emoción.