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martes, 16 de noviembre de 2021

#Poemartes 16/11/2021


Y cuando digo vivo, no digo no muerto,
digo ¡Vivo!
no digo vivo y que vivo no más.

Y cuando digo vivo, no digo respiro,
digo ¡Vivo!
no digo vivo y respiro no más.

Y cuando digo vivo, no digo que miro,
digo ¡Vivo!
no digo vivo y que miro no más.

Y cuando digo ¡Vivo!
es porque hay algo más que hago
que el mero vivir,
que el mero respirar,
que el mero mirar.

martes, 9 de noviembre de 2021

#Poemartes 09/11/2021

 #Poemartes (II)

Hoy que ando sediento de sueños
brindaré con el vino de los deseos,
para emborracharme de ilusiones ciegas,
para que el hambre sólo sea la de aprender,
para que no se quede ningún corazón sin rumbo, para que las manos no aprieten a la debilidad,
para que el dinero sea parte de la prehistoria,
para que uno signifique una,
para que diferente no signifique menos,
para que nos tapemos el orgullo de la superioridad cuando los años pidan la palabra,
para que escuchemos a los mudos,
para que le demos luz al ciego,
para que aprendamos, de una vez por todas,
a caminar juntos, aunque vayamos en direcciones opuestas.
Salud!

martes, 2 de noviembre de 2021

#PoeMartes 02/11/2021

 #PoeMartes (I)

¿Dónde están mis límites
que no los encuentro?
Suelen esconderse tras la cobardía
de mi silencio,
junto al armario de mis dudas.
Es igual, no los necesito,
prefiero dejarlos encerrados con llave
en ese cajón frío y arrugado
hecho con la madera de mis inseguridades.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Cosas que me dan miedo


La amnesia del racismo.
Una mente de calles estrechas.
El ladrido del político.
El cansancio de la injusticia.
Tener miedo a tener miedo.
A la dignidad en venta.
El interés por la vida ajena
y el desinterés por la propia.
La cárcel de los deseos.
La jaula de los anhelos.
Un cuadro pintado de blanco.
La sangre en la moqueta del negro.
La sangre en los dedos del blanco.
Que "mando" se escriba en masculino.
Un sofá desganado.
Que "televisor" y "predicador" sean sinónimos.
Que no quiera desatarme las manos.
Cerrar los ojos.

sábado, 28 de noviembre de 2020

LA ÚLTIMA CANCIÓN

 




La responsabilidad es tan grande que puede llegar a poder contigo, se te mete dentro lentamente como la carcoma y te va comiendo, sacando de dentro de ti ese polvo compuesto por pedacitos de uno mismo. Y la presión, demoledora, aniquiladora. La soledad, a veces, se hace insoportable, hace que te desangres.

Plantarte delante de quince mil, treinta mil, o aquel concierto en el que más de cincuenta mil personas decidieron pagar una entrada para verme a mí… a mí…, es una obligación que sólo yo me he buscado. Y aun así, con tanta gente delante, sentirme tan sólo… Tal vez la suerte, el destino o vete tú a saber qué también me hayan puesto aquí, en este pedestal de idolatría musical, pero al fin y al cabo siempre ha sido decisión mía aceptar este estilo de vida y dejarme llevar por mis talentos, para llegar a donde sólo unos pocos fueron capaces de llegar: al olimpo de la eternidad discográfica.

Pero el peaje no ha sido ni mucho menos barato en este viaje. Son muchas cosas las que tuve que dar a cambio de la inmortalidad. Mi vida, por ejemplo, se ha convertido en la luz del foco, en el objetivo de la cámara, en la diana de las pupilas, en el nicho de las críticas, en el oído de los secretos, en la mirilla del fisgón, en el puntero láser del fotógrafo, en el flash del chismorreo, en el blanco del francotirador mediático, en el videoclip de la biografía de otro… en eso se ha convertido mi vida. Todo ello con una banda sonora que yo mismo toco y que, irónicamente, yo mismo he compuesto. Mi propia balada fúnebre.

         Ni siquiera tengo cuatro paredes a las que pueda llamar casa, hogar. Yo no tengo de eso. Puedo tener una legión de incansables fans, que se aglomeran a las puertas que dan acceso al backstage antes de cada concierto, en una lucha desesperada por conseguir una foto conmigo, o un autógrafo, pero no tengo nadie que me quite los zapatos mientras derramo mi cansancio en el butacón del salón de casa, cuando llego de terminar una gira. Puedo tener un manager que está pendiente de todo lo que sucede a mi alrededor, que hace que en mi camerino no falte nunca de nada, incluso cosas que ni utilizo, y que sepa hasta lo que voy a comer al día siguiente, pero no sabe por qué algunos días me levanto con las dudas dándome martillazos en la cabeza, tan pensativo como estresado, tan melancólico como depresivo, ni por qué tengo tantos miedos ocultos detrás de mis gafas de sol de Rock & Roll Star. Puedo tener mil pares de manos que me froten la espalda en un efusivo y falso reconocimiento, o que me aplaudan con sonrisa suplicante, pero no tengo ningún amigo a quién tenderle la mía propia, o que él me la tienda a mí. Sigo estando sólo, sigo perdido y sigo sin encontrarme, aunque todos me señalen y me miren como si me conocieran.

Yo no sé lo que es un café en una cafetería, ni un libro al sol en un parque, ni cuánto vale una cerveza en un bar de barrio, no sé qué es un asiento de autobús, ni un ticket del metro, ni una cola para comprar el pan, ni una playa llena de gente, no sé el nombre de mi vecino, ni siquiera mi código postal, ni cuál es la llave que abre mi buzón. Si te soy sincero, no siempre sé quién soy. No sé si soy el que aparece en las portadas de mis discos o el que visita la tumba de mi madre los domingos. Millones de personas en todo el mundo saben quién soy, pero ¿realmente me conoce alguien? Según dice el refrán “el bosque no deja ver los árboles”. Yo soy un árbol dentro de ese bosque, oculto entre tanto follaje, pero aun así la gente me ve, o al menos ve una versión de mí que identifica como verdadera. Soy el único árbol de un bosque inmenso.

Mi cama ya no es una cama. Es otra cosa distinta, fría, inerte, muda. Mi cama ya no es ni el templo del sueño, ni el confesionario de los orgasmos. Porque ni duermo en ella ni hay otra piel que sienta lo que es el amor bajo mis sábanas. De hecho, mi cama se ha convertido en el purgatorio de mis desvelos. La única compañía de mi soledad. La almohada es ahora mi primera y última confidente, la única a quien le he contado siempre la verdad y la única que os podrá contar todo cuando yo me vaya, cuando ya no esté aquí. Ante cualquier duda, preguntadle a ella, porque yo no podré responderos nunca más. Ella sabrá cuál fue mi última canción.

El agente dobló la carta en tres partes y la puso encima de la mesa de la sala, justo delante del interrogado.

-      ¿Reconoce usted estas líneas?

-      Sí señor, tal cual. Pertenecen a la carta que me encontré en la habitación. Fue lo primero que me encontré al entrar.

-      ¿Y reconoce la letra?

-      Sí señor.

-      ¿Cree que pertenecía a su representado?

-      Con toda seguridad, señor, no tengo duda que él escribió esa carta.

-      ¿Cómo pudo entrar usted? ¿No se alojaban en habitaciones distintas?

-      Sí, pero él siempre me dejaba la segunda copia de la llave de su habitación. Yo se la pedía porque a veces se le olvidaban cosas y yo iba a recogérselas. Ya sabe, los managers tenemos que estar en esas cosas también.

-      Entiendo. ¿No observó ningún comportamiento extraño últimamente en él?

-      No, señor. Las estrellas de rock son extravagantes, a veces resulta complicado leerlas o saber exactamente qué está pasando por sus cabezas.

-      Por favor, descríbame otra vez lo que hizo ayer en la mañana.

-      Pues verá, yo subí a su habitación porque estaba tardando demasiado en bajar, incluso más de lo que acostumbraba, habíamos quedado casi dos horas antes. Al abrir la puerta vi la carta en el suelo. Me extrañó. La cogí y la puse encima de la mesa, pero no la leí entonces. Vi que la cama estaba intacta, como si nadie hubiera dormido en ella en toda la noche, y la puerta del baño estaba entreabierta. Me asomé dentro. El brazo le caía por el borde de la bañera totalmente cubierto de sangre.

sábado, 21 de noviembre de 2020

LA CASA DEL MINISTRO






Todavía notaba en mi cuerpo la tensión por la noche anterior. De hecho, un temblor incontrolable sacudía mis manos desde aquel instante en que tuve que esconderme en la despensa de la cocina temiendo por mi vida, seguro de que esa sensación de pánico sería la última que recorrería mi cuerpo antes de morir. Lo que yo no sabía es que aquella tensión no era nada comparado con lo que sentiría sólo unos minutos después.

La madrugada anterior me había dejado exhausto, no sólo por todo lo que aconteció durante la noche, que no fue nimio, ni la falta de sueño, sino también por todo lo que vino sucediendo desde primeras horas de la mañana: continuas llamadas de teléfono, la insistencia de los periodistas, comparecencias de prensa, aglomeraciones de gente protestando delante del Congreso… un estrés que casi acaba conmigo, como si no hubiera tenido bastante con lo que ya había pasado. Aquella mañana necesitaba huir de toda esa presión social aunque fuera tan sólo por unos minutos, así que fui a refugiarme a mi cafetería habitual, perfecta trinchera de anonimato. Sentado en la barra, escuchaba de fondo las noticias que daba el telediario, mientras miraba de reojo los diarios doblados a la mitad que había encima de ella, en la esquina donde yo trataba de esconderme. En realidad daba igual el canal de televisión o el periódico, todos hablaban de lo mismo y habían usado prácticamente el mismo titular para sus portadas, hasta tal punto que parecían fotocopias unas de otras:

Asaltan la casa del Ministro del Interior

El ministro acudió anoche a la gala benéfica de la Policía Nacional. Se sospecha que los asaltantes hayan podido llevarse consigo documentos oficiales clasificados, así como abundante dinero en metálico y joyas valoradas en cientos de miles de euros. Afortunadamente, el ministro sale ileso del asalto, no así su mayordomo.

 


Noticias y titulares que me hicieron rebobinar, como si fuera una antigua cinta cinematográfica, todo lo que me había sucedido aquella noche, cuyas imágenes se proyectaron desde mi memoria como un reproductor de cine a través de mis pupilas hacia el espejo que había tras la barra de la cafetería, dónde solo era capaz de ver el rostro blanquecino de un mismo espectador, que a la vez hacía de protagonista: yo mismo.





 No me percaté de que la puerta principal estaba entreabierta hasta que estuve bien cerca del porche de la entrada de la casa, tras haber atravesado el jardín que lo antecedía. Eso, junto con el silencio agobiante de los alrededores, fue la primera señal que me hizo sentir que algo no iba bien. La oscuridad de la noche sólo era interrumpida por unos leves fogonazos de luz de luna que alumbraban los peldaños que daban al porche, los cuales subí notando bajo mis pies un leve crujir de madera y los bombazos que mi propio corazón me daba en el pecho. La intuición me decía que permaneciera callado, en silencio, que seguro habría una explicación lógica a por qué la puerta principal de la casa estaba abierta, a pesar de que fuera algo totalmente inusual, especialmente a esas horas de la madrugada.


Quizás es sólo un descuido de alguien del servicio, pensé en ese momento, que con las prisas olvidó cerrar debidamente. Por si acaso, anduve los tres o cuatro pasos que había desde las escaleras hasta la puerta con mucha precaución y cautela, intentado hacer el menor ruido posible, incluso conteniendo la respiración. Aquella situación de tensa calma me empezaba a estresar, comencé a sudar y por culpa de los nervios pensé que hasta la gota de sudor que me caía por la sien derecha estaba haciendo demasiado ruido. Al igual que el resto del cuerpo, mis manos también sintieron los nervios y se alzaron temblorosas para intentar deslizar la puerta con la mayor suavidad posible. Hacer ruido era lo último que quería en ese momento, así que mientras abría lentamente, le siseaba a mi corazón suplicándole silencio. Conseguí abrir la puerta de manera más o menos tácita, y la luz de luna y yo entramos al recibidor al mismo tiempo. Allí me encontré la segunda señal de que algo no iba bien: el mayordomo estaba tirado en el suelo del recibidor encima de su propio charco de sangre.

Me llevé rápidamente las dos manos a la boca para callar los gritos mudos que intuitivamente me salieron, y cerré los ojos con fuerza, como suplicando que al abrirlos ese cuerpo inerte desapareciera de mi vista y que todo hubiera sido sólo una desagradable alucinación. Pero no fue así, cuando los abrí de nuevo, el cuerpo seguía allí tirado, muerto y frío, con el cuello rebanado de oreja a oreja. Evidentemente me quedó claro en ese momento que alguien había entrado en la casa, pero mi duda era si todavía estaba -o estaban- allí o si por el contrario ya se habría –o habrían- marchado. A lo mejor puede que no fuera la decisión más razonable, pero dadas las circunstancias condicionantes llamar a la policía no me pareció una buena idea. Yo no tenía la certeza de que no hubiera nadie en la casa y temí que al realizar la llamada alguien me oyera y yo fuera el siguiente en ser asesinado. En cualquier caso, decidí continuar con un claro cometido: registrar la casa intentando que mi respiración acelerada y sollozante hiciera el menor ruido posible para no llamar la atención, en el caso de que alguien todavía anduviera por allí.

Tras el recibidor pasé a la cocina, donde todavía pululaba por el aire un agradable olor a sopa de pollo, que el mayordomo seguramente habría estado preparando antes de que le cortaran el cuello. Nada me llamó la atención, todo parecía estar en orden, al fin y al cabo no era más que una cocina y allí no había nada de valor, salvo un juego de cuchillos japoneses en el que faltaba una pieza, el más grande, quizás el que habían utilizado para matar al mayordomo.

Avancé, sigiloso y con los ojos bien abiertos, hasta la pequeña salita que había nada más salir de la cocina, a mano derecha, donde me encontré todo revuelto. En la estantería faltaban los libros que sobraban en el suelo esparcidos sobre la alfombra, los cajones del aparador estaban abiertos y vacíos, cuyo contenido también habían revoleado aleatoriamente por toda la habitación, y los cuadros que antes colgaban de la pared habían sido quitados de su sitio y ahora yacían de mala gana encima de los libros. Seguramente andaban buscando la caja fuerte, sin saber que estaba en la primera planta, en el despacho. Fue al ver todo ese desorden cuando inmediatamente entendí que el asesinato no había sido premeditado, sólo una cuestión de desafortunada coincidencia y maldita casualidad. Los asaltantes se lo habrían encontrado allí de manera fortuita e inesperada cuando entraron a robar, pensando que la casa estaría vacía en ese momento. Tras ser sorprendidos, no tuvieron más remedio que eliminarlo. Simplemente, mala suerte.

Tras inspeccionar la salita, me moví con la intención de ir hacia las escaleras que llevaban hasta la primera planta, pero justo en ese instante el corazón me dio un vuelco sobrecogedor y casi se me sale por la boca. Dos voces quedas bajaban desde la planta superior por las escaleras hasta donde yo me encontraba. Una voz ansiosa le metía prisa a la otra voz, que respondía también ávida. Ahí temí por mi vida, seriamente. No sabía con quién me iba a encontrar. Volví rápido sobre mis pasos intentando no tropezar con nada o hacer el menor ruido, para esconderme en la despensa de la cocina y no ser visto por los asaltantes. Me metí allí dentro, cerré la puerta y me senté en el suelo, acurrucado conmigo mismo, rodeado de latas de sopa de tomate y sardinas en salsa. Me puse las manos sobre la boca para tapar el ruido que yo creía que hacía al respirar nervioso, aunque no tardé en arrepentirme de ello, porque quizás fue una buena idea para silenciarme pero definitivamente no para calmarme. Me faltaba el aire, me ponía aún más nervioso y empezaba a pensar que yo sería el siguiente tras el mayordomo. Escondido en la despensa no vi absolutamente nada ni a nadie, porque tenía la cabeza entre mis rodillas mirando hacia el suelo, aunque sí que escuché perfectamente los pasos y las voces aceleradas de dos personas pasando por la cocina hasta el recibidor, metiéndose prisa el uno al otro. Varios segundos después, oí el motor de un coche que arrancaba, aceleraba y cuyo ruido se hacía cada vez más pequeño en la distancia, hasta que dejó de escucharse completamente. Nunca antes había pensado que el sonido de un coche podría provocarme tantísimo alivio.

Las noticias del televisor me sobresaltaron y me sacaron a rastras de aquella visión. Alguien había cogido uno de los diarios doblados a la mitad de la barra y se lo había llevado para leerlo sentado en una mesa de la cafetería. El camarero me preguntó qué iba a tomar. Yo le pedí un expreso doble y cuando se dio la vuelta hacia la máquina de café, dos voces vestidas de policía entraron por la puerta y se sentaron junto a mí en la barra. Uno de ellos traía bajo el brazo la edición de esa mañana de El Estado, que traía en portada, como no, la famosa noticia del día. Puso el periódico sobre la barra y los dos lo miraron con atención. Vi como el que se sentaba más alejado de mí le lanzó un guiño cómplice a su compañero, quien le respondió con una sonrisa traviesa. Se pidieron un cortado y un americano. Tras oírles pedir sus cafés, empecé de nuevo a sudar como aquella anoche y los temblores de pánico se acentuaron, porque yo había escuchado esas voces antes, hacía tan sólo unas horas. Y fue al escucharlas cuando me vino el revelador momento de epifanía: ¡ERAN ELLOS! ¡LAS MISMAS VOCES QUE HABÍA OÍDO EN LA CASA LA NOCHE ANTERIOR!



Entre nervioso y desazonado, me giré con la intención de decirles algo, pero no fui capaz de soltar palabra. Lo que quise decirles sólo sonó dentro de mi cabeza: que eran unos malditos bastardos por haber matado al mayordomo, que anoche, por tan sólo unos minutos, ellos dos se me habían adelantado en aquel golpe, el cual yo me había llevado preparando con precisión durante meses, por lo que, si no hubiera sido por su torpe intervención, yo habría ejecutado perfectamente y sin víctimas, sin tener que matar a nadie y de manera limpia, y que sólo por eso me merecía mucho más que ellos todo el botín que se habían llevado de la casa del ministro. Pero no les dije nada. Me coloqué de nuevo mi gorra de sargento, pagué el café y me marché resignado de la cafetería.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Todos tenemos sentimientos

 


Aquella sala de espera del hospital se estaba convirtiendo en un auténtico polvorín, una olla rápida cocinando los nervios de los que, con distinta actitud, aguardaban en ella. La presión ambiental se estaba haciendo bastante insoportable, por muy acostumbrados que estuvieran todos a lidiar con situaciones quizá no de ese tipo exactamente pero sí extremas, donde la templanza y sosiego eran fundamentales.

Batman permanecía muy como es él, callado, observador, calculador, mostrando una tranquilidad exterior que camuflaba su nerviosismo y estrés interior, de manera muy diferente a Lobezno, quien se mordía la lengua para no saltar con algún improperio o ese mal hablar cascarrabias tan típico suyo. Claramente, ese comportamiento no daba a lugar en aquella situación, y así lo entendió él. Batman, consciente del esfuerzo que su colega estaba realizando, se lo agradecía con la mirada, sin decir nada. Ya sabemos lo hermético que es él con sus sentimientos. No en vano ya se lo decía Alfred: Señor, debe abrirse usted más, desahogarse, expresar abiertamente sus sentimientos, no puede callárselo todo. A lo que Batman siempre hizo caso omiso, por supuesto, él era demasiado orgulloso como para hacer lo que otros le decían que hiciese.

Spiderman estaba trayendo locos a todos. Nervioso como es él, iba de un lado para otro y estaba que se subía por las paredes… literalmente. Lobezno lo miraba frotándose los puños y pensaba: como no te estés quieto, maldito canijo, te voy a ensartar como a un pinchito moruno, o espetarte como a una sardina.

Iron Man andaba por el pasillo con sus andares chulescos y prepotentes, haciendo sus propios cálculos y probabilidades: a ver, si llegamos a las 21.00 y había dilatado… luego las contracciones… pues tendrá que nacer a las….

Superman, prudentemente, permanecía sentado tal y como le habían indicado al llegar al hospital, obediente, porque eso era lo correcto, aunque no le quitaba ojo a Hulk, quien, debido a la larga espera y los nervios, estaba empezando a tomar unos tonos verdosos que, claro está, eran tremendamente preocupantes. Superman lo miraba y le hacía un gesto de yoga con las manos,  un Gyan Mudra, para transmitirle la calma que necesitaba en esos momentos. A mí me va genial el yoga, amigo, me ha cambiado la vida –le dijo Superman a Hulk en voz baja-. Hulk se dio cuenta y se lo agradeció, respiró profundo y se levantó. Se fue a una habitación contigua y empezó a hacer una meditación con música tibetana.

Pasados unos 20 minutos, por fin salió una enfermera del paritorio, quien lanzó, mientras miraba al techo de la sala de espera, una pregunta al aire con un tono que desprendía una insultante desgana.

- A ver, ¿Quién es la pareja de Doña Catwoman, por favor? Pareja de Doña Catwoman he dicho.

Batman se levantó como un resorte.

- Soy yo –respondió con su voz profunda-.

- Enhorabuena –respondió la enfermera-, acaba de ser usted padre de un hermoso muercielagato.

Batman comenzó a llorar. Lobezno sacó un klinex arrugado, que parecía usado, y se lo alcanzó a Batman. Enhorabuena, dijo Lobezno. Los dos se abrazaron y Batman le respondió: tú serás el padrino, amigo. Lobezno también empezó a llorar de emoción.