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sábado, 31 de enero de 2015

La Melancolía del Tango

“Life is Beautiful” es una frase que se puede leer en un grafiti que adorna una pared en el West Sunset Boulevard en Los Ángeles, California. Junto a estas letras aparece dibujado también el rostro de Billie Holiday en plena actuación. La imagen es desgarradoramente bella, pues captura fielmente la intensidad y el sentimiento que la cantante le ponía a sus representaciones. La boca abierta de par en par y los ojos cerrados puesto que así, como sucede al besar, la intensidad será mucho mayor. También, una flor roja bien atada en el pelo que no hace más que acentuar la “floribundez” de su voz. Solía cantar Billie una canción que versaba sobre la ambigüedad del amor. Puede ser triste pero también divertido –decía-, libre o loco, bueno o malo… pero siempre hermoso. Y estoy de acuerdo. Incluso si el amor sólo es ya un melancólico recuerdo. Bien pensado, la melancolía también puede llegar a ser hermosa. Si un amor se recuerda con melancolía sólo puede significar una cosa, que se amó de verdad, y ese amor es tremendamente bello. Pero si hacemos mención a la melancolía, ipso facto se nos viene algo a la cabeza irremediablemente… El Tango. La mañana, como todas las mañanas, se presentaba pronta y puntual, fría e intransigente con los que duermen sin más techo que las nubes y sin más paredes que el viento de otoño. La experiencia te hace aprender y ser más cuco, y la calle te enseña que un cartón viejo y una vieja manta pueden salvarte la vida; mientras que un cartón de vino puede ahogar los recuerdos y los tapa bajo una manta de olvido, como quedan las castañas de un puesto ambulante de Navidad.
            Al corro del aire frío jugaban las hojas secas caídas del árbol de Víctor Jara y como quien no quiere la cosa, una de ellas se desprendió del grupo para topar en la cara de Agustín “El Argentino” o “El Boludo del Parque” como algunos lo llamaban, que dormía recostado sobre su lado derecho, como siempre, liado como un gusano de seda en su capullo. La bofetada vespertina lo hizo despertar sobresaltado alzando la cabeza, para comprobar que la mañana ya había arrancado, las persianas de los comercios ya estaban en todo lo alto y el olor a café recorría las callejuelas a la misma velocidad que las hojas que lo despertaron porque ambos iban empujados por el mismo viento.
Los transeúntes como cada día de cada semana pasaban por su lado camino al trabajo, regalando miradas cargadas con la pólvora más lastimosa, la de la indiferencia, el impúdico insulto no verbal y la altanería. Más de una vez pudo escuchar con claridad (cuando se vive en la calle pierdes el sentido de la vergüenza pero se agudiza el resto, como le pasa a los que se quedan ciegos) en algún cuchicheo imprudente la palabra perro dirigida a su persona con flechas peyorativas, aunque como Diógenes, Agustín se enorgullecía de tal calificativo. Comprobó una mañana más que ningún otro vagabundo le había robado nada de sus pertenencias entre las que sólo se hallaban las mantas, un zurrón, un báculo y un pequeño cuenco, el cuál solía usar para lavarse las manos y la cara con frecuencia, como intentando limpiar algún recuerdo. Arrancaba pues un nuevo día sin más objetivo que el de terminarlo sin morir en el intento.
            Era conocido como “El Argentino” por algunos y “El Boludo del Parque” por otros porque en sus ratos de locura controlada, fundamentalmente en tiempos de calor y levante, solía recitar viejos tangos de Emilio Magaldi, Pedro Noda, Gardel…
¿A qué has venido?...
Mis delirios…
Consejo de oro…
... chiflado por su belleza
le quité el pan a la vieja,
me hice ruin y pechador
me quedé sin un amigo
que viví de mala fe
que me tuvo de rodillas
sin Moral… hecho un mendigo,
 cuando se fue.
Esta noche me emborracho…
            Es difícil encontrar amigos cuando te toman por loco, cuando estás sucio, hueles a orín y andas sin afeitar; sin más adornos que un sombrero a medio calar y borracho de melancolía y tinto barato. Pero también es verdad que hay que estar muy loco para no cometer locuras y como decían en Radio Califata: “El ser humano es extraordinario”.
Él no buscaba amigos. Como Diógenes, buscaba sólo honestidad, la que le faltó a él años atrás y que ahora lo aísla en una prisión sin paredes. Y esa honestidad perdida aparecía cada vez que Vicente el estanquero de tabaco se le acercaba con unos cigarrillos y una caja de cerillas; cada vez que Isabel, que quedó viuda joven y desde entonces vivía con su padre Andrés, ya jubilado, dueño de una tienda de discos llamada El Rey, le entregaba una bolsa con ropa usada; o cada vez que Francisco el de la cafetería El Italiano le traía un poco de café bien caliente.
No era de su agrado hacer como tuvo que hacer Penia, pero como la vagabundez, la miseria y la soledad hacen que la vergüenza se ahogue entre piojos, pedir las sobras de las comidas era una práctica habitual. Si bien en la mayoría de los casos la respuesta era un patada verbal en todo su orgullo, alguna que otra vez comía de la solidaridad de algún San Francisco de Asís de turno. Puede ser que a veces sólo fuera para limpiar sus conciencias pero el caso es que de higos a brevas, comía.
            A pesar de vivir en la miseria, vagabundez, en la pobreza, soledad, insalubridad y el dolor, la vida y algún que otro borracho le enseñaron las lecciones importantes de la vida. Y las seguía al pie de la letra, al menos, desde que vivía en la calle.
Sabía de primera mano que no hay más miseria que la de no tener corazón para amar, o tenerlo y no usarlo. Que no hay más vagabundez que andar por los caminos del olvido y la indiferencia hacia los demás. Que no hay mayor pobreza que la del que no tiene la suficiente inteligencia como para respetar ni comprender. Que no hay mayor soledad que la del que anda perdido en su avaricia. Que no hay mayor insalubridad que la del alma insolidaria y la conciencia sucia. Que no hay peor dolor que el del arrepentimiento por el desdén y la arrogancia.
Agustín no era un miserable ni un vagabundo ni un apartado por no haber conseguido ninguna de las cosas materiales que día a día nos hacen creer que las necesitamos más a ellas de lo que nos necesitan ellas a nosotros, y que hacen creer que nuestras penas son más penosas que las de cualquiera. Agustín vivía así por lo que había perdido: el respeto de los que comparten el mundo con él y ni si quiera lo saben.

            Aunque estuvieran cargados como él de melancolía, Agustín disfrutaba con sus tangos y esa pasión desgarradora se notaba al cantar. Encendía un cigarro para cantarlo como debe ser cantado, entre el humo que sale tras cada calada, y a falta de una copa de licor, café. Otros compañeros de parque acudían para escucharlo como el que acude a un concierto de Chavela Vargas. Cuando estaban sentados a su alrededor, Agustín sacaba un cigarro para cada uno y ponía justo en el centro el vaso de café.
Decía entonces:
Lo que tengo ya no es mío sino nuestro si vosotros también vais a compartirlo,
porque el tabaco sabe más a tabaco si fumáis conmigo
y no hay mejor conversación,
que la que hay en torno a un café cuando estoy con mis amigos.

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