“Life is Beautiful” es una
frase que se puede leer en un grafiti que adorna una pared en el West Sunset
Boulevard en Los Ángeles, California. Junto a estas letras aparece dibujado
también el rostro de Billie Holiday en plena actuación. La imagen es
desgarradoramente bella, pues captura fielmente la intensidad y el sentimiento
que la cantante le ponía a sus representaciones. La boca abierta de par en par
y los ojos cerrados puesto que así, como sucede al besar, la intensidad será
mucho mayor. También, una flor roja bien atada en el pelo que no hace más que
acentuar la “floribundez” de su voz. Solía cantar Billie una canción que
versaba sobre la ambigüedad del amor. Puede ser triste pero también divertido
–decía-, libre o loco, bueno o malo… pero siempre hermoso. Y estoy de acuerdo.
Incluso si el amor sólo es ya un melancólico recuerdo. Bien pensado, la
melancolía también puede llegar a ser hermosa. Si un amor se recuerda con
melancolía sólo puede significar una cosa, que se amó de verdad, y ese amor es
tremendamente bello. Pero si hacemos mención a la melancolía, ipso facto se nos viene algo a la cabeza
irremediablemente… El Tango. La mañana,
como todas las mañanas, se presentaba pronta y puntual, fría e intransigente
con los que duermen sin más techo que las nubes y sin más paredes que el viento
de otoño. La experiencia te hace aprender y ser más cuco, y la calle te enseña
que un cartón viejo y una vieja manta pueden salvarte la vida; mientras que un
cartón de vino puede ahogar los recuerdos y los tapa bajo una manta de olvido,
como quedan las castañas de un puesto ambulante de Navidad.
Al corro del aire frío jugaban las hojas secas caídas del
árbol de Víctor Jara y como quien no quiere la cosa, una de ellas se desprendió
del grupo para topar en la cara de Agustín “El Argentino” o “El Boludo del
Parque” como algunos lo llamaban, que dormía recostado sobre su lado derecho,
como siempre, liado como un gusano de seda en su capullo. La bofetada
vespertina lo hizo despertar sobresaltado alzando la cabeza, para comprobar que
la mañana ya había arrancado, las persianas de los comercios ya estaban en todo
lo alto y el olor a café recorría las callejuelas a la misma velocidad que las
hojas que lo despertaron porque ambos iban empujados por el mismo viento.
Los transeúntes como cada día de cada semana pasaban por su lado camino al trabajo, regalando miradas cargadas con la pólvora más lastimosa, la de la indiferencia, el impúdico insulto no verbal y la altanería. Más de una vez pudo escuchar con claridad (cuando se vive en la calle pierdes el sentido de la vergüenza pero se agudiza el resto, como le pasa a los que se quedan ciegos) en algún cuchicheo imprudente la palabra perro dirigida a su persona con flechas peyorativas, aunque como Diógenes, Agustín se enorgullecía de tal calificativo. Comprobó una mañana más que ningún otro vagabundo le había robado nada de sus pertenencias entre las que sólo se hallaban las mantas, un zurrón, un báculo y un pequeño cuenco, el cuál solía usar para lavarse las manos y la cara con frecuencia, como intentando limpiar algún recuerdo. Arrancaba pues un nuevo día sin más objetivo que el de terminarlo sin morir en el intento.
Los transeúntes como cada día de cada semana pasaban por su lado camino al trabajo, regalando miradas cargadas con la pólvora más lastimosa, la de la indiferencia, el impúdico insulto no verbal y la altanería. Más de una vez pudo escuchar con claridad (cuando se vive en la calle pierdes el sentido de la vergüenza pero se agudiza el resto, como le pasa a los que se quedan ciegos) en algún cuchicheo imprudente la palabra perro dirigida a su persona con flechas peyorativas, aunque como Diógenes, Agustín se enorgullecía de tal calificativo. Comprobó una mañana más que ningún otro vagabundo le había robado nada de sus pertenencias entre las que sólo se hallaban las mantas, un zurrón, un báculo y un pequeño cuenco, el cuál solía usar para lavarse las manos y la cara con frecuencia, como intentando limpiar algún recuerdo. Arrancaba pues un nuevo día sin más objetivo que el de terminarlo sin morir en el intento.
Era
conocido como “El Argentino” por algunos y “El Boludo del Parque” por otros
porque en sus ratos de locura controlada, fundamentalmente en tiempos de calor
y levante, solía recitar viejos tangos de Emilio Magaldi, Pedro Noda, Gardel…
¿A qué has venido?...
Mis delirios…
Consejo de oro…
¿A qué has venido?...
Mis delirios…
Consejo de oro…
... chiflado por su
belleza
le quité el pan a la vieja,
me hice ruin y pechador
me quedé sin un amigo
que viví de mala fe
que me tuvo de rodillas
sin Moral… hecho un mendigo,
cuando se fue.
le quité el pan a la vieja,
me hice ruin y pechador
me quedé sin un amigo
que viví de mala fe
que me tuvo de rodillas
sin Moral… hecho un mendigo,
cuando se fue.
Esta noche me
emborracho…
Es difícil encontrar amigos cuando te toman por loco,
cuando estás sucio, hueles a orín y andas sin afeitar; sin más adornos que un
sombrero a medio calar y borracho de melancolía y tinto barato. Pero también es
verdad que hay que estar muy loco para no cometer locuras y como decían en
Radio Califata: “El ser humano es
extraordinario”.
Él no buscaba amigos. Como Diógenes, buscaba sólo honestidad, la que le faltó a él años atrás y que ahora lo aísla en una prisión sin paredes. Y esa honestidad perdida aparecía cada vez que Vicente el estanquero de tabaco se le acercaba con unos cigarrillos y una caja de cerillas; cada vez que Isabel, que quedó viuda joven y desde entonces vivía con su padre Andrés, ya jubilado, dueño de una tienda de discos llamada El Rey, le entregaba una bolsa con ropa usada; o cada vez que Francisco el de la cafetería El Italiano le traía un poco de café bien caliente.
Él no buscaba amigos. Como Diógenes, buscaba sólo honestidad, la que le faltó a él años atrás y que ahora lo aísla en una prisión sin paredes. Y esa honestidad perdida aparecía cada vez que Vicente el estanquero de tabaco se le acercaba con unos cigarrillos y una caja de cerillas; cada vez que Isabel, que quedó viuda joven y desde entonces vivía con su padre Andrés, ya jubilado, dueño de una tienda de discos llamada El Rey, le entregaba una bolsa con ropa usada; o cada vez que Francisco el de la cafetería El Italiano le traía un poco de café bien caliente.
No era de su agrado hacer como
tuvo que hacer Penia, pero como la vagabundez, la miseria y la soledad hacen
que la vergüenza se ahogue entre piojos, pedir las sobras de las comidas era
una práctica habitual. Si bien en la mayoría de los casos la respuesta era un
patada verbal en todo su orgullo, alguna que otra vez comía de la solidaridad
de algún San Francisco de Asís de turno. Puede ser que a veces sólo fuera para
limpiar sus conciencias pero el caso es que de higos a brevas, comía.
A pesar de vivir en la miseria, vagabundez, en la
pobreza, soledad, insalubridad y el dolor, la vida y algún que otro borracho le
enseñaron las lecciones importantes de la vida. Y las seguía al pie de la
letra, al menos, desde que vivía en la calle.
Sabía de primera mano que no hay más miseria que la de no tener corazón para amar, o tenerlo y no usarlo. Que no hay más vagabundez que andar por los caminos del olvido y la indiferencia hacia los demás. Que no hay mayor pobreza que la del que no tiene la suficiente inteligencia como para respetar ni comprender. Que no hay mayor soledad que la del que anda perdido en su avaricia. Que no hay mayor insalubridad que la del alma insolidaria y la conciencia sucia. Que no hay peor dolor que el del arrepentimiento por el desdén y la arrogancia.
Sabía de primera mano que no hay más miseria que la de no tener corazón para amar, o tenerlo y no usarlo. Que no hay más vagabundez que andar por los caminos del olvido y la indiferencia hacia los demás. Que no hay mayor pobreza que la del que no tiene la suficiente inteligencia como para respetar ni comprender. Que no hay mayor soledad que la del que anda perdido en su avaricia. Que no hay mayor insalubridad que la del alma insolidaria y la conciencia sucia. Que no hay peor dolor que el del arrepentimiento por el desdén y la arrogancia.
Agustín no era un miserable ni
un vagabundo ni un apartado por no haber conseguido ninguna de las cosas
materiales que día a día nos hacen creer que las necesitamos más a ellas de lo
que nos necesitan ellas a nosotros, y que hacen creer que nuestras penas son
más penosas que las de cualquiera. Agustín vivía así por lo que había perdido:
el respeto de los que comparten el mundo con él y ni si quiera lo saben.
Aunque
estuvieran cargados como él de melancolía, Agustín disfrutaba con sus tangos y
esa pasión desgarradora se notaba al cantar. Encendía un cigarro para cantarlo
como debe ser cantado, entre el humo que sale tras cada calada, y a falta de
una copa de licor, café. Otros compañeros de parque acudían para escucharlo
como el que acude a un concierto de Chavela Vargas. Cuando estaban sentados a
su alrededor, Agustín sacaba un cigarro para cada uno y ponía justo en el
centro el vaso de café.
Decía entonces:
Lo que tengo ya no es mío sino nuestro si vosotros también vais a compartirlo,
porque el tabaco sabe más a tabaco si fumáis conmigo
y no hay mejor conversación,
que la que hay en torno a un café cuando estoy con mis amigos.
Decía entonces:
Lo que tengo ya no es mío sino nuestro si vosotros también vais a compartirlo,
porque el tabaco sabe más a tabaco si fumáis conmigo
y no hay mejor conversación,
que la que hay en torno a un café cuando estoy con mis amigos.
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