Resulta curioso como muchas veces la
rutina nos ciega, nos nubla la vista como una intensa niebla mañanera del
Londres de Jack el Destripador. Ahora que están tan de moda las zombies y los
muertos andantes, puede que no seamos menos que ellos si cada día andamos el mismo camino, la misma ruta, casi sin
percatarnos de lo que el mismo día a día nos ofrece a nuestro paso. Ponemos el
piloto automático, el navegador de a bordo para ir de un punto de origen a un
punto de destino sin prestar la más mínima atención a todas las cosas
maravillosas que pasan a nuestro alrededor. Incluso hay un estudio de tráfico
que lo confirma. Una vez que el conductor se habitúa a una trayectoria reduce
su atención en un porcentaje que ahora mismo no se ponerle número, y deja de
prestar atención a la carretera y al tráfico para fijarse más en otras cosas
que nada tienen que ver con la conducción. Eso nos pasa con cualquier medio de
transporte, al igual que metafísicamente hablando. Algunas veces son más los
detalles inocuos e insípidos los que nos preocupan que los que realmente valen
la pena.
En la esquina de una calle
cualquiera de una ciudad cualquiera, la que me tocó vivir en ese momento, había
una tienda que no era una tienda cualquiera, y en la que trabajaba una chica
que tampoco era una chica cualquiera porque no hacia una cosa cualquiera. Hacía
cosas maravillosas. Mágicas. Tenía un oficio que tampoco era un oficio
cualquiera, ya que se dedicaba a recuperar almas, a devolver vida, a poner
corazones, latidos y colores. A través de mágicos y pintorescos trucos,
conseguía, como el Mago de Oz, entregar un corazón a descorazonados y perdidos
objetos, los llenaba de valentía y los devolvía a donde pertenecían, los
mandaba a casa, a nuevas casas, para llenarlas de ilusión, de vida y de color.
Me gusta pensar que era la institutriz de un orfanato inmobiliario más que una
restauradora de muebles antiguos.
Además de maga, restauradora y cirujana de objetos, sobre todo era una
artista. Ponía arte y pasión en todo lo que hacía. Pero sólo una cosa la hacía
feliz: pintar. Pintaba muebles, sillas, lienzos, pero sobre todo sonrisas,
ilusión, esperanza, alegría y conseguía transmitirlo en todo aquello que
pintaba.
La tienda que regentaba
hacia esquina con dos calles de un barrio, como cualquier otro, tranquilo y
familiar, donde las señoras jubiladas cuidaban de sus jardines y plantaban
rosas que florecían en primavera. Rojas, blancas, amarillas…
Tenía la entrada en uno de los laterales, con un letrero que obviamente
había pintado ella, reciclado de unos trozos de pallet viejos. Al entrar, a la
derecha, el mostrador con una máquina registradora antigua, oxidada no se sabe
si del desuso o de la vejez, pero que no desentonaba del ambiente general de la
tienda. Al frente, una estantería con botellas de vidrio recicladas, pintadas a
mano, verdes, azules, amarillas, motivos florales, con mensajes de amor, de
felicidad, de entusiasmo. Justo a sus pies, juguetes antiguos de madera que
bien podrían tener tantos años como historias tras ellos al estilo Toy Story.
Un coche de carreras descapotable, un caballo balancín blanco, con motas de
colores y el pelo naranja, muy al gusto de Pipi Calzaslargas.
Más a la izquierda, un par de sillas pequeñas, un taburete y una mecedora
color roble oscuro, un tocador burdeos con ribetes dorados, y una mesita de
noche en color crema con los tiradores rojo rubí brillante. Todos devueltos a
la vida tras un largo periplo por el desierto, esperando a encontrar dueño como
un cachorro en una tienda de animales. Marcos pintados en azul añil, con fotos
de una ciudad antigua, reconstruida tras la guerra, llenas de nostalgia,
modelos amateurs de ojos celestes a juegos con el marco, y a juego con la
nostalgia.
En el centro de la tienda, una mesa victoriana redonda, en cerezo
envejecido, sobre la que reposaba una tetera beige con lunares azules,
probablemente hecha en Polonia, y cuatro
tazas a juego. Alrededor, cuatro sillas también a juego con la mesa, esperando
a que algún comensal abriera la cajita donde guardaba la manzanilla, la menta y
el tomillo.
Para terminar la vista panorámica, a la izquierda, escondida en la esquina,
donde justo daba el sol cada tarde, junto al escaparate, su rincón, su mundo,
su rutina.
Un pequeño atril con un lienzo, un taburete y una paleta con muchos colores
entremezclados. En el lienzo no había
nada terminado, pero ya se esbozaba un enorme sol redondo y sonriente, amarillo
radiante. Allí se sentaba cada tarde a pintar, no importa quién estuviera o
quién entrara. Ella deambulaba en su rutina sin mirar alrededor, sin percatarse
qué sucedía en torno a su mundo. Ausente
y absorta en una palestra de colores.
Yo caminaba calle abajo
escuchando “Yes” de Cold Play, sin mirar por dónde andaba. Casi tropecé con un
cartel que me cambió la vida. Estaba en el suelo apoyado sobre cuatro patas,
formando un triángulo con dos caras, y en cada una de ellas una pizarra. Estaba
justo enfrente de la tienda, a unos dos metros, en pleno paso, imposible no
verlo. Posiblemente ya lo había visto antes mil veces antes, pero sólo aquella
tarde me paré a leerlo.
“Tómate tu
tiempo para hacer aquello que haga realmente feliz a tu alma”.
Me hizo pensar, no sé muy bien en qué, pero en algo lo suficientemente
importante como para querer ver qué ponía al otro lado del cartel.
“Nunca pierdas
la oportunidad de bailar”.
Me di la vuelta, empezó otra canción y seguí mi camino. Pero sin parar de
pensar. Calle arriba, continuaba cabizbajo, esquivando los rosales que salían a
cortarme el paso, intentando descubrirme a mí mismo, intentando dar con la
clave de mi felicidad, sin mucho atino lamentablemente. No era esa clase de
preguntas que te hacen todos los días, en la cafetería para ver qué tomas o en
la estación de tren para venderte el ticket. No es de esas preguntas para las que
tienes preparada una respuesta, pero me preocupaba que pasados los cinco
minutos que llevan desde la tienda calle arriba hasta el parque, no había
encontrado ni una sola cosa que yo supiera a ciencia cierta que me hiciera
feliz. Llegué hasta el parque, más verde que nunca, verde oscuro, verde
intenso, verde pimiento, perejil, agua, esmeralda, veronés, jade… todos allí
reunidos en un mar de hierbas, árboles y plantas para darme la bienvenida.
Aprovechando que el sol sonreía y pintaba de amarillo con su sonrisa los bancos
del parque, me senté, miré al frente y me puse a pensar un poco.
Empezaron a venir imágenes a mi mente, muy rápidas, como cuando estás en el
metro y pasa el tren a toda velocidad. En todas estaba yo, mi vida, y en
ninguna sabía si había algún resquicio de felicidad. Probablemente sí, pero,
¿cómo darme cuenta? ¿Soy consciente de lo feliz que soy? Qué me hace más feliz,
¿el coche o el viaje? ¿El menú o la comida? ¿El concierto o la música? ¿La foto
o el recuerdo? ¿La cartera llena o la cartera vacía? ¿La guitarra o el tiempo
que tarde en aprender a tocarla? ¿La ropa sucia o la ropa limpia? ¿El fregadero
con una copa sucia o con dos?
Es difícil atinar, pero así pasé la tarde, hasta que decidir volver sobre
mis pasos, calle abajo y volviendo a esquivar rosales, rojos, amarillos,
blancos…
Pasé de nuevo por la tienda, cuando el sol ya caía dormido y cerraba los
ojos, llegaba el cambio de turno, y la luna de plata tornaba los ventanales.
Antes de dormirse, soltaba brochazos a lo loco en el escaparate, tiñéndolo de
un Exquisito marrón Vintage.
“Life in Technicolor” sonaba en mis oídos. Y allí en la esquina de la
tienda, su esquina, su mundo, su rutina, ella sentada, pintando no sólo con una
paleta con muchos colores mezclados, sino también con entusiasmo, felicidad y
un rojo corazón. Abrí la puerta, entré y le dije: ¿Bailas conmigo?
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