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domingo, 4 de septiembre de 2016

¿Bailas conmigo?

Resulta curioso como muchas veces la rutina nos ciega, nos nubla la vista como una intensa niebla mañanera del Londres de Jack el Destripador. Ahora que están tan de moda las zombies y los muertos andantes, puede que no seamos menos que ellos si cada día andamos  el mismo camino, la misma ruta, casi sin percatarnos de lo que el mismo día a día nos ofrece a nuestro paso. Ponemos el piloto automático, el navegador de a bordo para ir de un punto de origen a un punto de destino sin prestar la más mínima atención a todas las cosas maravillosas que pasan a nuestro alrededor. Incluso hay un estudio de tráfico que lo confirma. Una vez que el conductor se habitúa a una trayectoria reduce su atención en un porcentaje que ahora mismo no se ponerle número, y deja de prestar atención a la carretera y al tráfico para fijarse más en otras cosas que nada tienen que ver con la conducción. Eso nos pasa con cualquier medio de transporte, al igual que metafísicamente hablando. Algunas veces son más los detalles inocuos e insípidos los que nos preocupan que los que realmente valen la pena.

            En la esquina de una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, la que me tocó vivir en ese momento, había una tienda que no era una tienda cualquiera, y en la que trabajaba una chica que tampoco era una chica cualquiera porque no hacia una cosa cualquiera. Hacía cosas maravillosas. Mágicas. Tenía un oficio que tampoco era un oficio cualquiera, ya que se dedicaba a recuperar almas, a devolver vida, a poner corazones, latidos y colores. A través de mágicos y pintorescos trucos, conseguía, como el Mago de Oz, entregar un corazón a descorazonados y perdidos objetos, los llenaba de valentía y los devolvía a donde pertenecían, los mandaba a casa, a nuevas casas, para llenarlas de ilusión, de vida y de color. Me gusta pensar que era la institutriz de un orfanato inmobiliario más que una restauradora de muebles antiguos.
Además de maga, restauradora y cirujana de objetos, sobre todo era una artista. Ponía arte y pasión en todo lo que hacía. Pero sólo una cosa la hacía feliz: pintar. Pintaba muebles, sillas, lienzos, pero sobre todo sonrisas, ilusión, esperanza, alegría y conseguía transmitirlo en todo aquello que pintaba.
            La tienda que regentaba hacia esquina con dos calles de un barrio, como cualquier otro, tranquilo y familiar, donde las señoras jubiladas cuidaban de sus jardines y plantaban rosas que florecían en primavera. Rojas, blancas, amarillas…

Tenía la entrada en uno de los laterales, con un letrero que obviamente había pintado ella, reciclado de unos trozos de pallet viejos. Al entrar, a la derecha, el mostrador con una máquina registradora antigua, oxidada no se sabe si del desuso o de la vejez, pero que no desentonaba del ambiente general de la tienda. Al frente, una estantería con botellas de vidrio recicladas, pintadas a mano, verdes, azules, amarillas, motivos florales, con mensajes de amor, de felicidad, de entusiasmo. Justo a sus pies, juguetes antiguos de madera que bien podrían tener tantos años como historias tras ellos al estilo Toy Story. Un coche de carreras descapotable, un caballo balancín blanco, con motas de colores y el pelo naranja, muy al gusto de Pipi Calzaslargas.
Más a la izquierda, un par de sillas pequeñas, un taburete y una mecedora color roble oscuro, un tocador burdeos con ribetes dorados, y una mesita de noche en color crema con los tiradores rojo rubí brillante. Todos devueltos a la vida tras un largo periplo por el desierto, esperando a encontrar dueño como un cachorro en una tienda de animales. Marcos pintados en azul añil, con fotos de una ciudad antigua, reconstruida tras la guerra, llenas de nostalgia, modelos amateurs de ojos celestes a juegos con el marco, y a juego con la nostalgia.

En el centro de la tienda, una mesa victoriana redonda, en cerezo envejecido, sobre la que reposaba una tetera beige con lunares azules, probablemente hecha en Polonia,  y cuatro tazas a juego. Alrededor, cuatro sillas también a juego con la mesa, esperando a que algún comensal abriera la cajita donde guardaba la manzanilla, la menta y el tomillo.

Para terminar la vista panorámica, a la izquierda, escondida en la esquina, donde justo daba el sol cada tarde, junto al escaparate, su rincón, su mundo, su rutina.
Un pequeño atril con un lienzo, un taburete y una paleta con muchos colores entremezclados. En el  lienzo no había nada terminado, pero ya se esbozaba un enorme sol redondo y sonriente, amarillo radiante. Allí se sentaba cada tarde a pintar, no importa quién estuviera o quién entrara. Ella deambulaba en su rutina sin mirar alrededor, sin percatarse qué sucedía en torno  a su mundo. Ausente y absorta en una palestra de colores.

            Yo caminaba calle abajo escuchando “Yes” de Cold Play, sin mirar por dónde andaba. Casi tropecé con un cartel que me cambió la vida. Estaba en el suelo apoyado sobre cuatro patas, formando un triángulo con dos caras, y en cada una de ellas una pizarra. Estaba justo enfrente de la tienda, a unos dos metros, en pleno paso, imposible no verlo. Posiblemente ya lo había visto antes mil veces antes, pero sólo aquella tarde me paré a leerlo.
“Tómate tu tiempo para hacer aquello que haga realmente feliz a tu alma”.
Me hizo pensar, no sé muy bien en qué, pero en algo lo suficientemente importante como para querer ver qué ponía al otro lado del cartel.
“Nunca pierdas la oportunidad de bailar”.

Me di la vuelta, empezó otra canción y seguí mi camino. Pero sin parar de pensar. Calle arriba, continuaba cabizbajo, esquivando los rosales que salían a cortarme el paso, intentando descubrirme a mí mismo, intentando dar con la clave de mi felicidad, sin mucho atino lamentablemente. No era esa clase de preguntas que te hacen todos los días, en la cafetería para ver qué tomas o en la estación de tren para venderte el ticket. No es de esas preguntas para las que tienes preparada una respuesta, pero me preocupaba que pasados los cinco minutos que llevan desde la tienda calle arriba hasta el parque, no había encontrado ni una sola cosa que yo supiera a ciencia cierta que me hiciera feliz. Llegué hasta el parque, más verde que nunca, verde oscuro, verde intenso, verde pimiento, perejil, agua, esmeralda, veronés, jade… todos allí reunidos en un mar de hierbas, árboles y plantas para darme la bienvenida. Aprovechando que el sol sonreía y pintaba de amarillo con su sonrisa los bancos del parque, me senté, miré al frente y me puse a pensar un poco.

Empezaron a venir imágenes a mi mente, muy rápidas, como cuando estás en el metro y pasa el tren a toda velocidad. En todas estaba yo, mi vida, y en ninguna sabía si había algún resquicio de felicidad. Probablemente sí, pero, ¿cómo darme cuenta? ¿Soy consciente de lo feliz que soy? Qué me hace más feliz, ¿el coche o el viaje? ¿El menú o la comida? ¿El concierto o la música? ¿La foto o el recuerdo? ¿La cartera llena o la cartera vacía? ¿La guitarra o el tiempo que tarde en aprender a tocarla? ¿La ropa sucia o la ropa limpia? ¿El fregadero con una copa sucia o con dos?

Es difícil atinar, pero así pasé la tarde, hasta que decidir volver sobre mis pasos, calle abajo y volviendo a esquivar rosales, rojos, amarillos, blancos…
Pasé de nuevo por la tienda, cuando el sol ya caía dormido y cerraba los ojos, llegaba el cambio de turno, y la luna de plata tornaba los ventanales. Antes de dormirse, soltaba brochazos a lo loco en el escaparate, tiñéndolo de un Exquisito marrón Vintage.

“Life in Technicolor” sonaba en mis oídos. Y allí en la esquina de la tienda, su esquina, su mundo, su rutina, ella sentada, pintando no sólo con una paleta con muchos colores mezclados, sino también con entusiasmo, felicidad y un rojo corazón. Abrí la puerta, entré y le dije: ¿Bailas conmigo?

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