La responsabilidad es tan
grande que puede llegar a poder contigo, se te mete dentro lentamente como la
carcoma y te va comiendo, sacando de dentro de ti ese polvo compuesto por
pedacitos de uno mismo. Y la presión, demoledora, aniquiladora. La soledad, a
veces, se hace insoportable, hace que te desangres.
Plantarte delante de
quince mil, treinta mil, o aquel concierto en el que más de cincuenta mil
personas decidieron pagar una entrada para verme a mí… a mí…, es una obligación
que sólo yo me he buscado. Y aun así, con tanta gente delante, sentirme tan sólo…
Tal vez la suerte, el destino o vete tú a saber qué también me hayan puesto
aquí, en este pedestal de idolatría musical, pero al fin y al cabo siempre ha
sido decisión mía aceptar este estilo de vida y dejarme llevar por mis talentos,
para llegar a donde sólo unos pocos fueron capaces de llegar: al olimpo de la
eternidad discográfica.
Pero el peaje no ha sido
ni mucho menos barato en este viaje. Son muchas cosas las que tuve que dar a cambio
de la inmortalidad. Mi vida, por ejemplo, se ha convertido en la luz del foco, en
el objetivo de la cámara, en la diana de las pupilas, en el nicho de las
críticas, en el oído de los secretos, en la mirilla del fisgón, en el puntero
láser del fotógrafo, en el flash del chismorreo, en el blanco del francotirador
mediático, en el videoclip de la biografía de otro… en eso se ha convertido mi
vida. Todo ello con una banda sonora que yo mismo toco y que, irónicamente, yo
mismo he compuesto. Mi propia balada fúnebre.
Ni
siquiera tengo cuatro paredes a las que pueda llamar casa, hogar. Yo no tengo
de eso. Puedo tener una legión de incansables fans, que se aglomeran a las
puertas que dan acceso al backstage antes de cada concierto, en una lucha
desesperada por conseguir una foto conmigo, o un autógrafo, pero no tengo nadie
que me quite los zapatos mientras derramo mi cansancio en el butacón del salón
de casa, cuando llego de terminar una gira. Puedo tener un manager que está
pendiente de todo lo que sucede a mi alrededor, que hace que en mi camerino no
falte nunca de nada, incluso cosas que ni utilizo, y que sepa hasta lo que voy
a comer al día siguiente, pero no sabe por qué algunos días me levanto con las dudas
dándome martillazos en la cabeza, tan pensativo como estresado, tan melancólico
como depresivo, ni por qué tengo tantos miedos ocultos detrás de mis gafas de
sol de Rock & Roll Star. Puedo tener mil pares de manos que me froten la
espalda en un efusivo y falso reconocimiento, o que me aplaudan con sonrisa
suplicante, pero no tengo ningún amigo a quién tenderle la mía propia, o que él
me la tienda a mí. Sigo estando sólo, sigo perdido y sigo sin encontrarme,
aunque todos me señalen y me miren como si me conocieran.
Yo no sé lo que es un café
en una cafetería, ni un libro al sol en un parque, ni cuánto vale una cerveza
en un bar de barrio, no sé qué es un asiento de autobús, ni un ticket del
metro, ni una cola para comprar el pan, ni una playa llena de gente, no sé el
nombre de mi vecino, ni siquiera mi código postal, ni cuál es la llave que abre
mi buzón. Si te soy sincero, no siempre sé quién soy. No sé si soy el que
aparece en las portadas de mis discos o el que visita la tumba de mi madre los
domingos. Millones de personas en todo el mundo saben quién soy, pero
¿realmente me conoce alguien? Según dice el refrán “el bosque no deja ver los
árboles”. Yo soy un árbol dentro de ese bosque, oculto entre tanto follaje,
pero aun así la gente me ve, o al menos ve una versión de mí que identifica
como verdadera. Soy el único árbol de un bosque inmenso.
Mi cama ya no es una cama.
Es otra cosa distinta, fría, inerte, muda. Mi cama ya no es ni el templo del
sueño, ni el confesionario de los orgasmos. Porque ni duermo en ella ni hay
otra piel que sienta lo que es el amor bajo mis sábanas. De hecho, mi cama se
ha convertido en el purgatorio de mis desvelos. La única compañía de mi
soledad. La almohada es ahora mi primera y última confidente, la única a quien le
he contado siempre la verdad y la única que os podrá contar todo cuando yo me
vaya, cuando ya no esté aquí. Ante cualquier duda, preguntadle a ella, porque
yo no podré responderos nunca más. Ella sabrá cuál fue mi última canción.
El agente dobló la carta
en tres partes y la puso encima de la mesa de la sala, justo delante del
interrogado.
-
¿Reconoce
usted estas líneas?
-
Sí
señor, tal cual. Pertenecen a la carta que me encontré en la habitación. Fue lo
primero que me encontré al entrar.
-
¿Y
reconoce la letra?
-
Sí
señor.
-
¿Cree
que pertenecía a su representado?
-
Con
toda seguridad, señor, no tengo duda que él escribió esa carta.
-
¿Cómo
pudo entrar usted? ¿No se alojaban en habitaciones distintas?
-
Sí,
pero él siempre me dejaba la segunda copia de la llave de su habitación. Yo se
la pedía porque a veces se le olvidaban cosas y yo iba a recogérselas. Ya sabe,
los managers tenemos que estar en esas cosas también.
-
Entiendo.
¿No observó ningún comportamiento extraño últimamente en él?
-
No,
señor. Las estrellas de rock son extravagantes, a veces resulta complicado
leerlas o saber exactamente qué está pasando por sus cabezas.
-
Por
favor, descríbame otra vez lo que hizo ayer en la mañana.
-
Pues
verá, yo subí a su habitación porque estaba tardando demasiado en bajar,
incluso más de lo que acostumbraba, habíamos quedado casi dos horas antes. Al
abrir la puerta vi la carta en el suelo. Me extrañó. La cogí y la puse encima
de la mesa, pero no la leí entonces. Vi que la cama estaba intacta, como si
nadie hubiera dormido en ella en toda la noche, y la puerta del baño estaba entreabierta.
Me asomé dentro. El brazo le caía por el borde de la bañera totalmente cubierto
de sangre.
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