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sábado, 28 de noviembre de 2020

LA ÚLTIMA CANCIÓN

 




La responsabilidad es tan grande que puede llegar a poder contigo, se te mete dentro lentamente como la carcoma y te va comiendo, sacando de dentro de ti ese polvo compuesto por pedacitos de uno mismo. Y la presión, demoledora, aniquiladora. La soledad, a veces, se hace insoportable, hace que te desangres.

Plantarte delante de quince mil, treinta mil, o aquel concierto en el que más de cincuenta mil personas decidieron pagar una entrada para verme a mí… a mí…, es una obligación que sólo yo me he buscado. Y aun así, con tanta gente delante, sentirme tan sólo… Tal vez la suerte, el destino o vete tú a saber qué también me hayan puesto aquí, en este pedestal de idolatría musical, pero al fin y al cabo siempre ha sido decisión mía aceptar este estilo de vida y dejarme llevar por mis talentos, para llegar a donde sólo unos pocos fueron capaces de llegar: al olimpo de la eternidad discográfica.

Pero el peaje no ha sido ni mucho menos barato en este viaje. Son muchas cosas las que tuve que dar a cambio de la inmortalidad. Mi vida, por ejemplo, se ha convertido en la luz del foco, en el objetivo de la cámara, en la diana de las pupilas, en el nicho de las críticas, en el oído de los secretos, en la mirilla del fisgón, en el puntero láser del fotógrafo, en el flash del chismorreo, en el blanco del francotirador mediático, en el videoclip de la biografía de otro… en eso se ha convertido mi vida. Todo ello con una banda sonora que yo mismo toco y que, irónicamente, yo mismo he compuesto. Mi propia balada fúnebre.

         Ni siquiera tengo cuatro paredes a las que pueda llamar casa, hogar. Yo no tengo de eso. Puedo tener una legión de incansables fans, que se aglomeran a las puertas que dan acceso al backstage antes de cada concierto, en una lucha desesperada por conseguir una foto conmigo, o un autógrafo, pero no tengo nadie que me quite los zapatos mientras derramo mi cansancio en el butacón del salón de casa, cuando llego de terminar una gira. Puedo tener un manager que está pendiente de todo lo que sucede a mi alrededor, que hace que en mi camerino no falte nunca de nada, incluso cosas que ni utilizo, y que sepa hasta lo que voy a comer al día siguiente, pero no sabe por qué algunos días me levanto con las dudas dándome martillazos en la cabeza, tan pensativo como estresado, tan melancólico como depresivo, ni por qué tengo tantos miedos ocultos detrás de mis gafas de sol de Rock & Roll Star. Puedo tener mil pares de manos que me froten la espalda en un efusivo y falso reconocimiento, o que me aplaudan con sonrisa suplicante, pero no tengo ningún amigo a quién tenderle la mía propia, o que él me la tienda a mí. Sigo estando sólo, sigo perdido y sigo sin encontrarme, aunque todos me señalen y me miren como si me conocieran.

Yo no sé lo que es un café en una cafetería, ni un libro al sol en un parque, ni cuánto vale una cerveza en un bar de barrio, no sé qué es un asiento de autobús, ni un ticket del metro, ni una cola para comprar el pan, ni una playa llena de gente, no sé el nombre de mi vecino, ni siquiera mi código postal, ni cuál es la llave que abre mi buzón. Si te soy sincero, no siempre sé quién soy. No sé si soy el que aparece en las portadas de mis discos o el que visita la tumba de mi madre los domingos. Millones de personas en todo el mundo saben quién soy, pero ¿realmente me conoce alguien? Según dice el refrán “el bosque no deja ver los árboles”. Yo soy un árbol dentro de ese bosque, oculto entre tanto follaje, pero aun así la gente me ve, o al menos ve una versión de mí que identifica como verdadera. Soy el único árbol de un bosque inmenso.

Mi cama ya no es una cama. Es otra cosa distinta, fría, inerte, muda. Mi cama ya no es ni el templo del sueño, ni el confesionario de los orgasmos. Porque ni duermo en ella ni hay otra piel que sienta lo que es el amor bajo mis sábanas. De hecho, mi cama se ha convertido en el purgatorio de mis desvelos. La única compañía de mi soledad. La almohada es ahora mi primera y última confidente, la única a quien le he contado siempre la verdad y la única que os podrá contar todo cuando yo me vaya, cuando ya no esté aquí. Ante cualquier duda, preguntadle a ella, porque yo no podré responderos nunca más. Ella sabrá cuál fue mi última canción.

El agente dobló la carta en tres partes y la puso encima de la mesa de la sala, justo delante del interrogado.

-      ¿Reconoce usted estas líneas?

-      Sí señor, tal cual. Pertenecen a la carta que me encontré en la habitación. Fue lo primero que me encontré al entrar.

-      ¿Y reconoce la letra?

-      Sí señor.

-      ¿Cree que pertenecía a su representado?

-      Con toda seguridad, señor, no tengo duda que él escribió esa carta.

-      ¿Cómo pudo entrar usted? ¿No se alojaban en habitaciones distintas?

-      Sí, pero él siempre me dejaba la segunda copia de la llave de su habitación. Yo se la pedía porque a veces se le olvidaban cosas y yo iba a recogérselas. Ya sabe, los managers tenemos que estar en esas cosas también.

-      Entiendo. ¿No observó ningún comportamiento extraño últimamente en él?

-      No, señor. Las estrellas de rock son extravagantes, a veces resulta complicado leerlas o saber exactamente qué está pasando por sus cabezas.

-      Por favor, descríbame otra vez lo que hizo ayer en la mañana.

-      Pues verá, yo subí a su habitación porque estaba tardando demasiado en bajar, incluso más de lo que acostumbraba, habíamos quedado casi dos horas antes. Al abrir la puerta vi la carta en el suelo. Me extrañó. La cogí y la puse encima de la mesa, pero no la leí entonces. Vi que la cama estaba intacta, como si nadie hubiera dormido en ella en toda la noche, y la puerta del baño estaba entreabierta. Me asomé dentro. El brazo le caía por el borde de la bañera totalmente cubierto de sangre.

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