Todavía notaba en mi
cuerpo la tensión por la noche anterior. De hecho, un temblor incontrolable
sacudía mis manos desde aquel instante en que tuve que esconderme en la
despensa de la cocina temiendo por mi vida, seguro de que esa sensación de
pánico sería la última que recorrería mi cuerpo antes de morir. Lo que yo no
sabía es que aquella tensión no era nada comparado con lo que sentiría sólo
unos minutos después.
La madrugada anterior me
había dejado exhausto, no sólo por todo lo que aconteció durante la noche, que no
fue nimio, ni la falta de sueño, sino también por todo lo que vino sucediendo desde
primeras horas de la mañana: continuas llamadas de teléfono, la insistencia de
los periodistas, comparecencias de prensa, aglomeraciones de gente protestando
delante del Congreso… un estrés que casi acaba conmigo, como si no hubiera
tenido bastante con lo que ya había pasado. Aquella mañana necesitaba huir de
toda esa presión social aunque fuera tan sólo por unos minutos, así que fui a
refugiarme a mi cafetería habitual, perfecta trinchera de anonimato. Sentado en
la barra, escuchaba de fondo las noticias que daba el telediario, mientras
miraba de reojo los diarios doblados a la mitad que había encima de ella, en la
esquina donde yo trataba de esconderme. En realidad daba igual el canal de televisión
o el periódico, todos hablaban de lo mismo y habían usado prácticamente el
mismo titular para sus portadas, hasta tal punto que parecían fotocopias unas
de otras:
Asaltan la casa del Ministro
del Interior
El ministro acudió
anoche a la gala benéfica de la Policía Nacional. Se sospecha que los
asaltantes hayan podido llevarse consigo documentos oficiales clasificados, así
como abundante dinero en metálico y joyas valoradas en cientos de miles de
euros. Afortunadamente, el ministro sale ileso del asalto, no así su mayordomo.
No me percaté de que la puerta principal
estaba entreabierta hasta que estuve bien cerca del porche de la entrada de la
casa, tras haber atravesado el jardín que lo antecedía. Eso, junto con el
silencio agobiante de los alrededores, fue la primera señal que me hizo sentir
que algo no iba bien. La oscuridad de la noche sólo era interrumpida por unos
leves fogonazos de luz de luna que alumbraban los peldaños que daban al porche,
los cuales subí notando bajo mis pies un leve crujir de madera y los bombazos que
mi propio corazón me daba en el pecho. La intuición me decía que permaneciera callado,
en silencio, que seguro habría una explicación lógica a por qué la puerta
principal de la casa estaba abierta, a pesar de que fuera algo totalmente
inusual, especialmente a esas horas de la madrugada.
Quizás es sólo un descuido de alguien
del servicio, pensé en ese momento, que con las prisas olvidó cerrar
debidamente. Por si acaso, anduve los tres o cuatro pasos que había desde las
escaleras hasta la puerta con mucha precaución y cautela, intentado hacer el
menor ruido posible, incluso conteniendo la respiración. Aquella situación de
tensa calma me empezaba a estresar, comencé a sudar y por culpa de los nervios pensé
que hasta la gota de sudor que me caía por la sien derecha estaba haciendo
demasiado ruido. Al igual que el resto del cuerpo, mis manos también sintieron
los nervios y se alzaron temblorosas para intentar deslizar la puerta con la
mayor suavidad posible. Hacer ruido era lo último que quería en ese momento,
así que mientras abría lentamente, le siseaba a mi corazón suplicándole
silencio. Conseguí abrir la puerta de manera más o menos tácita, y la luz de
luna y yo entramos al recibidor al mismo tiempo. Allí me encontré la segunda
señal de que algo no iba bien: el mayordomo estaba tirado en el suelo del recibidor
encima de su propio charco de sangre.
Me llevé rápidamente las
dos manos a la boca para callar los gritos mudos que intuitivamente me salieron,
y cerré los ojos con fuerza, como suplicando que al abrirlos ese cuerpo inerte desapareciera
de mi vista y que todo hubiera sido sólo una desagradable alucinación. Pero no
fue así, cuando los abrí de nuevo, el cuerpo seguía allí tirado, muerto y frío,
con el cuello rebanado de oreja a oreja. Evidentemente me quedó claro en ese
momento que alguien había entrado en la casa, pero mi duda era si todavía
estaba -o estaban- allí o si por el contrario ya se habría –o habrían-
marchado. A lo mejor puede que no fuera la decisión más razonable, pero dadas
las circunstancias condicionantes llamar a la policía no me pareció una buena
idea. Yo no tenía la certeza de que no hubiera nadie en la casa y temí que al
realizar la llamada alguien me oyera y yo fuera el siguiente en ser asesinado. En
cualquier caso, decidí continuar con un claro cometido: registrar la casa intentando
que mi respiración acelerada y sollozante hiciera el menor ruido posible para
no llamar la atención, en el caso de que alguien todavía anduviera por allí.
Tras el recibidor pasé a
la cocina, donde todavía pululaba por el aire un agradable olor a sopa de pollo,
que el mayordomo seguramente habría estado preparando antes de que le cortaran
el cuello. Nada me llamó la atención, todo parecía estar en orden, al fin y al
cabo no era más que una cocina y allí no había nada de valor, salvo un juego de
cuchillos japoneses en el que faltaba una pieza, el más grande, quizás el que
habían utilizado para matar al mayordomo.
Avancé, sigiloso y con los
ojos bien abiertos, hasta la pequeña salita que había nada más salir de la
cocina, a mano derecha, donde me encontré todo revuelto. En la estantería
faltaban los libros que sobraban en el suelo esparcidos sobre la alfombra, los
cajones del aparador estaban abiertos y vacíos, cuyo contenido también habían
revoleado aleatoriamente por toda la habitación, y los cuadros que antes
colgaban de la pared habían sido quitados de su sitio y ahora yacían de mala
gana encima de los libros. Seguramente andaban buscando la caja fuerte, sin
saber que estaba en la primera planta, en el despacho. Fue al ver todo ese
desorden cuando inmediatamente entendí que el asesinato no había sido premeditado,
sólo una cuestión de desafortunada coincidencia y maldita casualidad. Los
asaltantes se lo habrían encontrado allí de manera fortuita e inesperada cuando
entraron a robar, pensando que la casa estaría vacía en ese momento. Tras ser
sorprendidos, no tuvieron más remedio que eliminarlo. Simplemente, mala suerte.
Tras inspeccionar la
salita, me moví con la intención de ir hacia las escaleras que llevaban hasta
la primera planta, pero justo en ese instante el corazón me dio un vuelco
sobrecogedor y casi se me sale por la boca. Dos voces quedas bajaban desde la
planta superior por las escaleras hasta donde yo me encontraba. Una voz ansiosa
le metía prisa a la otra voz, que respondía también ávida. Ahí temí por mi vida,
seriamente. No sabía con quién me iba a encontrar. Volví rápido sobre mis pasos
intentando no tropezar con nada o hacer el menor ruido, para esconderme en la
despensa de la cocina y no ser visto por los asaltantes. Me metí allí dentro,
cerré la puerta y me senté en el suelo, acurrucado conmigo mismo, rodeado de
latas de sopa de tomate y sardinas en salsa. Me puse las manos sobre la boca
para tapar el ruido que yo creía que hacía al respirar nervioso, aunque no
tardé en arrepentirme de ello, porque quizás fue una buena idea para
silenciarme pero definitivamente no para calmarme. Me faltaba el aire, me ponía
aún más nervioso y empezaba a pensar que yo sería el siguiente tras el
mayordomo. Escondido en la despensa no vi absolutamente nada ni a nadie, porque
tenía la cabeza entre mis rodillas mirando hacia el suelo, aunque sí que
escuché perfectamente los pasos y las voces aceleradas de dos personas pasando
por la cocina hasta el recibidor, metiéndose prisa el uno al otro. Varios
segundos después, oí el motor de un coche que arrancaba, aceleraba y cuyo ruido
se hacía cada vez más pequeño en la distancia, hasta que dejó de escucharse
completamente. Nunca antes había pensado que el sonido de un coche podría
provocarme tantísimo alivio.
Las noticias del televisor
me sobresaltaron y me sacaron a rastras de aquella visión. Alguien había cogido
uno de los diarios doblados a la mitad de la barra y se lo había llevado para
leerlo sentado en una mesa de la cafetería. El camarero me preguntó qué iba a
tomar. Yo le pedí un expreso doble y cuando se dio la vuelta hacia la máquina
de café, dos voces vestidas de policía entraron por la puerta y se sentaron
junto a mí en la barra. Uno de ellos traía bajo el brazo la edición de esa
mañana de El Estado, que traía en
portada, como no, la famosa noticia del día. Puso el periódico sobre la barra y
los dos lo miraron con atención. Vi como el que se sentaba más alejado de mí le lanzó un guiño cómplice a su compañero, quien le respondió
con una sonrisa traviesa. Se pidieron un cortado y un americano. Tras oírles
pedir sus cafés, empecé de nuevo a sudar como aquella anoche y los temblores de
pánico se acentuaron, porque yo había escuchado esas voces antes, hacía tan
sólo unas horas. Y fue al escucharlas cuando me vino
el revelador momento de epifanía: ¡ERAN ELLOS! ¡LAS MISMAS VOCES QUE HABÍA OÍDO
EN LA CASA LA NOCHE ANTERIOR!
Entre nervioso y
desazonado, me giré con la intención de decirles algo, pero no fui capaz de
soltar palabra. Lo que quise decirles sólo sonó dentro de mi cabeza: que eran
unos malditos bastardos por haber matado al mayordomo, que anoche, por tan sólo
unos minutos, ellos dos se me habían adelantado en aquel golpe, el cual yo me
había llevado preparando con precisión durante meses, por lo que, si no hubiera
sido por su torpe intervención, yo habría ejecutado perfectamente y sin
víctimas, sin tener que matar a nadie y de manera limpia, y que sólo por eso me
merecía mucho más que ellos todo el botín que se habían llevado de la casa del
ministro. Pero no les dije nada. Me coloqué de nuevo mi gorra de sargento,
pagué el café y me marché resignado de la cafetería.
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