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sábado, 21 de noviembre de 2020

LA CASA DEL MINISTRO






Todavía notaba en mi cuerpo la tensión por la noche anterior. De hecho, un temblor incontrolable sacudía mis manos desde aquel instante en que tuve que esconderme en la despensa de la cocina temiendo por mi vida, seguro de que esa sensación de pánico sería la última que recorrería mi cuerpo antes de morir. Lo que yo no sabía es que aquella tensión no era nada comparado con lo que sentiría sólo unos minutos después.

La madrugada anterior me había dejado exhausto, no sólo por todo lo que aconteció durante la noche, que no fue nimio, ni la falta de sueño, sino también por todo lo que vino sucediendo desde primeras horas de la mañana: continuas llamadas de teléfono, la insistencia de los periodistas, comparecencias de prensa, aglomeraciones de gente protestando delante del Congreso… un estrés que casi acaba conmigo, como si no hubiera tenido bastante con lo que ya había pasado. Aquella mañana necesitaba huir de toda esa presión social aunque fuera tan sólo por unos minutos, así que fui a refugiarme a mi cafetería habitual, perfecta trinchera de anonimato. Sentado en la barra, escuchaba de fondo las noticias que daba el telediario, mientras miraba de reojo los diarios doblados a la mitad que había encima de ella, en la esquina donde yo trataba de esconderme. En realidad daba igual el canal de televisión o el periódico, todos hablaban de lo mismo y habían usado prácticamente el mismo titular para sus portadas, hasta tal punto que parecían fotocopias unas de otras:

Asaltan la casa del Ministro del Interior

El ministro acudió anoche a la gala benéfica de la Policía Nacional. Se sospecha que los asaltantes hayan podido llevarse consigo documentos oficiales clasificados, así como abundante dinero en metálico y joyas valoradas en cientos de miles de euros. Afortunadamente, el ministro sale ileso del asalto, no así su mayordomo.

 


Noticias y titulares que me hicieron rebobinar, como si fuera una antigua cinta cinematográfica, todo lo que me había sucedido aquella noche, cuyas imágenes se proyectaron desde mi memoria como un reproductor de cine a través de mis pupilas hacia el espejo que había tras la barra de la cafetería, dónde solo era capaz de ver el rostro blanquecino de un mismo espectador, que a la vez hacía de protagonista: yo mismo.





 No me percaté de que la puerta principal estaba entreabierta hasta que estuve bien cerca del porche de la entrada de la casa, tras haber atravesado el jardín que lo antecedía. Eso, junto con el silencio agobiante de los alrededores, fue la primera señal que me hizo sentir que algo no iba bien. La oscuridad de la noche sólo era interrumpida por unos leves fogonazos de luz de luna que alumbraban los peldaños que daban al porche, los cuales subí notando bajo mis pies un leve crujir de madera y los bombazos que mi propio corazón me daba en el pecho. La intuición me decía que permaneciera callado, en silencio, que seguro habría una explicación lógica a por qué la puerta principal de la casa estaba abierta, a pesar de que fuera algo totalmente inusual, especialmente a esas horas de la madrugada.


Quizás es sólo un descuido de alguien del servicio, pensé en ese momento, que con las prisas olvidó cerrar debidamente. Por si acaso, anduve los tres o cuatro pasos que había desde las escaleras hasta la puerta con mucha precaución y cautela, intentado hacer el menor ruido posible, incluso conteniendo la respiración. Aquella situación de tensa calma me empezaba a estresar, comencé a sudar y por culpa de los nervios pensé que hasta la gota de sudor que me caía por la sien derecha estaba haciendo demasiado ruido. Al igual que el resto del cuerpo, mis manos también sintieron los nervios y se alzaron temblorosas para intentar deslizar la puerta con la mayor suavidad posible. Hacer ruido era lo último que quería en ese momento, así que mientras abría lentamente, le siseaba a mi corazón suplicándole silencio. Conseguí abrir la puerta de manera más o menos tácita, y la luz de luna y yo entramos al recibidor al mismo tiempo. Allí me encontré la segunda señal de que algo no iba bien: el mayordomo estaba tirado en el suelo del recibidor encima de su propio charco de sangre.

Me llevé rápidamente las dos manos a la boca para callar los gritos mudos que intuitivamente me salieron, y cerré los ojos con fuerza, como suplicando que al abrirlos ese cuerpo inerte desapareciera de mi vista y que todo hubiera sido sólo una desagradable alucinación. Pero no fue así, cuando los abrí de nuevo, el cuerpo seguía allí tirado, muerto y frío, con el cuello rebanado de oreja a oreja. Evidentemente me quedó claro en ese momento que alguien había entrado en la casa, pero mi duda era si todavía estaba -o estaban- allí o si por el contrario ya se habría –o habrían- marchado. A lo mejor puede que no fuera la decisión más razonable, pero dadas las circunstancias condicionantes llamar a la policía no me pareció una buena idea. Yo no tenía la certeza de que no hubiera nadie en la casa y temí que al realizar la llamada alguien me oyera y yo fuera el siguiente en ser asesinado. En cualquier caso, decidí continuar con un claro cometido: registrar la casa intentando que mi respiración acelerada y sollozante hiciera el menor ruido posible para no llamar la atención, en el caso de que alguien todavía anduviera por allí.

Tras el recibidor pasé a la cocina, donde todavía pululaba por el aire un agradable olor a sopa de pollo, que el mayordomo seguramente habría estado preparando antes de que le cortaran el cuello. Nada me llamó la atención, todo parecía estar en orden, al fin y al cabo no era más que una cocina y allí no había nada de valor, salvo un juego de cuchillos japoneses en el que faltaba una pieza, el más grande, quizás el que habían utilizado para matar al mayordomo.

Avancé, sigiloso y con los ojos bien abiertos, hasta la pequeña salita que había nada más salir de la cocina, a mano derecha, donde me encontré todo revuelto. En la estantería faltaban los libros que sobraban en el suelo esparcidos sobre la alfombra, los cajones del aparador estaban abiertos y vacíos, cuyo contenido también habían revoleado aleatoriamente por toda la habitación, y los cuadros que antes colgaban de la pared habían sido quitados de su sitio y ahora yacían de mala gana encima de los libros. Seguramente andaban buscando la caja fuerte, sin saber que estaba en la primera planta, en el despacho. Fue al ver todo ese desorden cuando inmediatamente entendí que el asesinato no había sido premeditado, sólo una cuestión de desafortunada coincidencia y maldita casualidad. Los asaltantes se lo habrían encontrado allí de manera fortuita e inesperada cuando entraron a robar, pensando que la casa estaría vacía en ese momento. Tras ser sorprendidos, no tuvieron más remedio que eliminarlo. Simplemente, mala suerte.

Tras inspeccionar la salita, me moví con la intención de ir hacia las escaleras que llevaban hasta la primera planta, pero justo en ese instante el corazón me dio un vuelco sobrecogedor y casi se me sale por la boca. Dos voces quedas bajaban desde la planta superior por las escaleras hasta donde yo me encontraba. Una voz ansiosa le metía prisa a la otra voz, que respondía también ávida. Ahí temí por mi vida, seriamente. No sabía con quién me iba a encontrar. Volví rápido sobre mis pasos intentando no tropezar con nada o hacer el menor ruido, para esconderme en la despensa de la cocina y no ser visto por los asaltantes. Me metí allí dentro, cerré la puerta y me senté en el suelo, acurrucado conmigo mismo, rodeado de latas de sopa de tomate y sardinas en salsa. Me puse las manos sobre la boca para tapar el ruido que yo creía que hacía al respirar nervioso, aunque no tardé en arrepentirme de ello, porque quizás fue una buena idea para silenciarme pero definitivamente no para calmarme. Me faltaba el aire, me ponía aún más nervioso y empezaba a pensar que yo sería el siguiente tras el mayordomo. Escondido en la despensa no vi absolutamente nada ni a nadie, porque tenía la cabeza entre mis rodillas mirando hacia el suelo, aunque sí que escuché perfectamente los pasos y las voces aceleradas de dos personas pasando por la cocina hasta el recibidor, metiéndose prisa el uno al otro. Varios segundos después, oí el motor de un coche que arrancaba, aceleraba y cuyo ruido se hacía cada vez más pequeño en la distancia, hasta que dejó de escucharse completamente. Nunca antes había pensado que el sonido de un coche podría provocarme tantísimo alivio.

Las noticias del televisor me sobresaltaron y me sacaron a rastras de aquella visión. Alguien había cogido uno de los diarios doblados a la mitad de la barra y se lo había llevado para leerlo sentado en una mesa de la cafetería. El camarero me preguntó qué iba a tomar. Yo le pedí un expreso doble y cuando se dio la vuelta hacia la máquina de café, dos voces vestidas de policía entraron por la puerta y se sentaron junto a mí en la barra. Uno de ellos traía bajo el brazo la edición de esa mañana de El Estado, que traía en portada, como no, la famosa noticia del día. Puso el periódico sobre la barra y los dos lo miraron con atención. Vi como el que se sentaba más alejado de mí le lanzó un guiño cómplice a su compañero, quien le respondió con una sonrisa traviesa. Se pidieron un cortado y un americano. Tras oírles pedir sus cafés, empecé de nuevo a sudar como aquella anoche y los temblores de pánico se acentuaron, porque yo había escuchado esas voces antes, hacía tan sólo unas horas. Y fue al escucharlas cuando me vino el revelador momento de epifanía: ¡ERAN ELLOS! ¡LAS MISMAS VOCES QUE HABÍA OÍDO EN LA CASA LA NOCHE ANTERIOR!



Entre nervioso y desazonado, me giré con la intención de decirles algo, pero no fui capaz de soltar palabra. Lo que quise decirles sólo sonó dentro de mi cabeza: que eran unos malditos bastardos por haber matado al mayordomo, que anoche, por tan sólo unos minutos, ellos dos se me habían adelantado en aquel golpe, el cual yo me había llevado preparando con precisión durante meses, por lo que, si no hubiera sido por su torpe intervención, yo habría ejecutado perfectamente y sin víctimas, sin tener que matar a nadie y de manera limpia, y que sólo por eso me merecía mucho más que ellos todo el botín que se habían llevado de la casa del ministro. Pero no les dije nada. Me coloqué de nuevo mi gorra de sargento, pagué el café y me marché resignado de la cafetería.

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