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domingo, 4 de septiembre de 2016

El transportista del destino

Como cada mañana de cada día sin importar si era miércoles o domingo, si llovía, nevaba o hacía sol, Caronte se levantaba bien temprano para trabajar. Sin dudar, se levantaba de la cama, tal vez refunfuñando y gruñón como hacemos todos cuando es temprano y queremos dormir un poco más. No necesitaba despertador alguno pues él bien sabía cuándo tenía que levantarse. Lo había estado haciendo por muchos años todos los días de su vida. Había mañanas que se veía a sí mismo como un anciano flaco que estaba viviendo en una divina comedia o en alguna infernal tragedia, mientras que otras era el marinero tosco y descuidado que siempre había sido, pretendiendo gobernar alguna lúgubre costa.
Antes de salir de casa se miraba al espejo para verse cada día con el mismo ropaje rojizo adornado en el escote por su larga, descuidada y sucia barba, blanca o gris dependiendo de la luz de ese día.
Es difícil por no decir imposible tener que tomar decisiones por los demás, tener que elegir por ellos, dejar en las manos de otro el destino que en realidad nos corresponde a nosotros mismos escribir y pronosticar. Nadie puede transportar a nadie a su propio destino.
Pensativo en todo esto, cabizbajo y medio despistado Caronte partía en la mañana cuando el sol todavía estaba sentado en la cama frotándose los ojos para despertarse, buscando alguna excusa estúpida para dormir cinco minutos más. Pero como cada día muere y nace gente, Caronte y el Sol están obligados a salir a trabajar, así que una mañana más no había excusas para alargar lo inevitable, para escapar del destino. El del sol, como el de Caronte, es el de salir cada mañana. Y así lo hicieron. Sí que es cierto que la obligación a veces se transforma en devoción, como la del sol cuando está en lo más alto del cielo poderoso y resplandecientemente orgulloso de su poder, pero en el caso de Caronte la obligación se había transformado en la resignación de tener que hacer lo mismo cada día sin posibilidad alguna de cambiar su propio destino. Es tremendamente contradictorio dirigir el de los demás cuando no puedes hacer nada por el tuyo propio. ¡Hay tantos que como él no pueden hacer nada por sí mismos!
Su destino diario era su barca, la que nunca fallaba, la que siempre estaba ahí esperándole, la que suspira si tarda más de la cuenta y la que llora cuando lo ve marchar. La que siempre está en el mismo embarcadero del mismo río.

Antes de subirse en ella hizo una mueca de desaprobación y giró el cuello mirando hacia el gentío que lo miraba con desesperación. Se sentó en una piedra apoyándose sobre su mano derecha, hundió la cabeza y murmuró: Por una moneda, por una mísera moneda.

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