Como cada mañana de cada día sin importar si era miércoles o domingo, si
llovía, nevaba o hacía sol, Caronte se levantaba bien temprano para trabajar.
Sin dudar, se levantaba de la cama, tal vez refunfuñando y gruñón como hacemos
todos cuando es temprano y queremos dormir un poco más. No necesitaba
despertador alguno pues él bien sabía cuándo tenía que levantarse. Lo había
estado haciendo por muchos años todos los días de su vida. Había mañanas que se
veía a sí mismo como un anciano flaco que estaba viviendo en una divina comedia
o en alguna infernal tragedia, mientras que otras era el marinero tosco y descuidado
que siempre había sido, pretendiendo gobernar alguna lúgubre costa.
Antes de salir de casa se miraba al espejo para verse cada día con el mismo
ropaje rojizo adornado en el escote por su larga, descuidada y sucia barba,
blanca o gris dependiendo de la luz de ese día.
Es difícil por no decir imposible tener que tomar decisiones por los demás,
tener que elegir por ellos, dejar en las manos de otro el destino que en
realidad nos corresponde a nosotros mismos escribir y pronosticar. Nadie puede
transportar a nadie a su propio destino.
Pensativo en todo esto, cabizbajo y medio despistado Caronte partía en la
mañana cuando el sol todavía estaba sentado en la cama frotándose los ojos para
despertarse, buscando alguna excusa estúpida para dormir cinco minutos más.
Pero como cada día muere y nace gente, Caronte y el Sol están obligados a salir
a trabajar, así que una mañana más no había excusas para alargar lo inevitable,
para escapar del destino. El del sol, como el de Caronte, es el de salir cada
mañana. Y así lo hicieron. Sí que es cierto que la obligación a veces se
transforma en devoción, como la del sol cuando está en lo más alto del cielo
poderoso y resplandecientemente orgulloso de su poder, pero en el caso de
Caronte la obligación se había transformado en la resignación de tener que
hacer lo mismo cada día sin posibilidad alguna de cambiar su propio destino. Es
tremendamente contradictorio dirigir el de los demás cuando no puedes hacer
nada por el tuyo propio. ¡Hay tantos que como él no pueden hacer nada por sí
mismos!
Su destino diario era su barca, la que nunca fallaba, la que siempre estaba
ahí esperándole, la que suspira si tarda más de la cuenta y la que llora cuando
lo ve marchar. La que siempre está en el mismo embarcadero del mismo río.
Antes de subirse en ella hizo una mueca de desaprobación y giró el cuello
mirando hacia el gentío que lo miraba con desesperación. Se sentó en una piedra
apoyándose sobre su mano derecha, hundió la cabeza y murmuró: Por una moneda, por una mísera moneda.
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