A la persona que posee el saber en distintas disciplinas, especialmente en
Artes y Ciencias se le suele relacionar con el término polimatía. Erudito que
no pone cerco a su conocimiento en ningún área concreta, y posee las virtudes
del saber en distintos ámbitos. Filósofo, lógico, científico, matemático,
botánico y un larguísimo etcétera, todo eso era Aristóteles. Podemos añadir a
esta lista todo lo que queramos, pero seguro que a casi nadie se le ocurriría
atribuirle una virtud, una que no está relacionada directamente con el
conocimiento, pero que sin ella seguro que éste no existiría en ninguna de sus
vertientes: la paciencia. Seguro que Aristóteles al igual que muchos otros era
un hombre que sabía esperar su momento, sabía apreciar la realidad y analizarla,
hasta llegar a conclusiones que realmente le aportaran a su ya dilatado abanico
de sabiduría. Miguel Ángel sin ir más lejos tardó lo suyo en pintar la capilla Sixtina,
y no me lo imagino yo tirando el pincel de malas maneras, frunciendo el ceño,
refunfuñando y huyendo para hacer otra cosa que no le quemara la paciencia. Y
es que aprender siempre lleva su tiempo, tiempo en el que tenemos que aprender
no sólo la materia que estemos estudiando, sino también a esperar lo justo y necesario
para que tal acto de aprendizaje se lleve a cabo y se afiance en nuestro
repertorio mental. Y el sabio macedonio seguro que dominaba esos tiempos.
Seguro que dominaba su mente hasta el punto de ser el hombre más paciente del
mundo. De hecho, fue uno de los primeros en analizar y escribir sobre las
migraciones de las aves, y para ver, estudiar y analizar qué hacen las aves en
su tiempo libre, hace falta muchísima paciencia.
Con mayor o menor exactitud Aristóteles aprendió que cada cierto tiempo,
dependiendo de diversos factores, las aves realizan largos viajes y cambian su
emplazamiento. Los motivos son variados y abarcan desde la búsqueda de un lugar
mejor en términos climatológicos o simplemente para aparearse. El caso es que
ya sean viajes largos o cortos, las aves siempre buscan mejorar. ¿Y quién no?
Todos en algún momento de nuestras vidas tomamos decisiones con el simple
objetivo de mejorar. Las aves se mueven en busca de un mejor hábitat para
vivir, un mejor clima y una mayor disponibilidad de alimentos. Suena más que
razonable, y en ningún momento a nadie en su sano juicio se le ocurriría
cuestionar tales motivos, ni catalogarlos de inmorales, irracionales o
ilegales. Ellas se mueven a su conveniencia y ninguna cuestiona a otras aves,
todas hacen su camino y comparten territorio si es necesario. No tienen leyes,
ni les hace falta, que controlen tales movimientos, ni pasos fronterizos ni
aduanas costosas. Tan sólo sus semejantes y un saco cargado de ilusión por
llegar al destino en las mejores condiciones posibles.
No hay nadie que les discuta la entrada a ese nuevo lugar, ni que las
repatrie. No se puede repatriar a alguien que no tiene patria, porque en el
mundo de las aves la patria no existe. Lo que sí existe es la capacidad de
compartir con otras aves blancas, negras o amarillas. No existen aves que repriman
a otras aves porque quieran comer de lo mismo que comen ellas, ni se pagan
impuestos para compartir una charca con otras aves, ni tienen límite de tiempo
para irse de ningún pantano. Las aves llegan cuando quieren y se van cuando
quieren, porque las aves se mueven en libertad, sólo condicionadas de no dejar
abandonada jamás a un ave semejante e intentar permanecer unidas el mayor
tiempo posible. Las aves no viajan hacinadas, se mueven ágiles y libres en el
aire, porque el aire, al igual que el mar, es de todas y de ninguna. Hay
espacio suficiente tanto en mar, tierra y aire para que todas las aves vivan
juntas y se beneficien de todas las cosas que ello le ofrece.
No parece tan difícil pues, hacer lo que hacen las aves. No hace falta ser
ni Aristóteles ni Miguel Ángel. No hace falta ser un sabio. Sólo hace falta un
poquito de paciencia, como Aristóteles.
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