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domingo, 7 de octubre de 2018

El lavadero

- Oye, ¿estás seguro que es por aquí?
- Que sí mujer, tranquila, ya estamos llegando.
- ¿cómo lo sabes? Nunca has venido.
- Lo sé, pero es por aquí, no puede ser por otro sitio.
- Está muy oscuro.
- Claro, cómo va a estar.
- Llevamos ya un rato conduciendo y no se ve nada por aquí, nada más que árboles y más árboles.
- Déjame a mí que yo sé cómo llegar. Me lo explicaron perfectamente y tiene que ser por esta carretera.
- ¿Por qué no bajas la música al menos? Me estoy poniendo nerviosa.
- No te estás poniendo nerviosa, llevas histérica desde hace un buen rato y me estás poniendo nervioso a mí. Además, hemos venido para esto, ¿no? Se supone que nos gustan estas cosas.
- Una cosa es que me guste leer sobre casas abandonadas, espíritus, reencarnaciones y novelas góticas, y otra cosa muy distinta es perderme en una carretera desierta donde no ha pasado nadie en yo que sé cuánto tiempo. ¡Ni tan siquiera hay indicaciones de kilómetros, Carlos, por favor!.
- A ver María, cuando hablamos de venir te encantó la idea y no pusiste ninguna pega. Todo lo que hemos leído e investigado para dar con este sitio ¿y ahora te arrepientes? No lo entiendo.
- No es que me arrepienta, es que no estoy segura si vamos bien o no.
- Pues confía en mí que yo sí sé lo que hago ¿vale? Además ¿qué nos puede pasar? Estamos juntos en esto. No sé, yo veo súper excitante el poder dar con una casa con tantas historias detrás, donde ocurrieron tantas cosas increíbles.

Se dirigían a La Hacienda San José, antigua hacienda señorial andaluza. 1904 era el año que rezaba en el dintel de la puerta principal del edificio, aunque probablemente fuera construida durante el siglo XVIII. Poco o nada se sabía de quién la construyó o vivió allí antes de la Familia Tejera, quienes la habitaron y trabajaron sus tierras a principios del siglo XX. Probablemente fueron ellos los que la reformaron hacia 1904. Desde luego, es ese apellido el que perduró en la memoria de la gente, no sólo por ser los dueños de la hacienda, sino por todo lo que aconteció después. A día de hoy, los habitantes del lugar evitan hablar del tema y rehúyen de él en cualquier conversación. Pocos son los que se atreven a mentar el nombre y ni mucho menos poner un pie a varios kilómetros de distancia de la Hacienda.
Carlos y María disfrutaban de ese tipo de historias, de las oscuras y sangrientas, las tenebrosas, las que suceden con lámparas que no encienden y pasos que se oyen en la lejanía, la de los susurros, la de muebles tapados por sábanas polvorientas, puertas que chirrían y cuchillos que te atraviesan la paciencia.
Ellos saben lo que allí ocurrió o al menos creen saberlo. Han investigado y leído mucho sobre el tema, han preguntado hasta a quien no debían y han metido las narices en asuntos que no les incumbían. Así se lo hicieron saber en el pueblo, entre algún que otro insulto e intimidación.
Fue en la peña flamenca donde consiguieron una buena fuente de información durante una noche de verano de esas de las que parecen no tener fin, donde siempre hay alguien que te ofrece tabaco si se te acaba y la botella de whisky no se termina nunca.
Al Sr. Tejera le gustaba venir de noche por aquí 3 o 4 veces a la semana. No se privaba de nada don Manuel”, -comentaba Jacinto, entremetiendo sorbos a su vaso de Glencairn.
Lo recuerdo bien, yo era demasiado pequeño por aquel entonces como para estar de noche en un sitio como este, con tanto alcohol, tanto humo y tanto puterío, pero me gustaba colarme. Además el camarero era amigo de mi padre y me daba una propina por ayudarle a recoger los vasos”.
La Peña Flamenca del pueblo vivió momentos de gloria por aquella época y todos los señoritos de los alrededores se reunían allí, a veces para cerrar negocios y otras sólo para divertirse, pero muchas manos pestilentes a alcohol y tabaco se apretaron allí para cerrar algún que otro acuerdo.
Don Manuel siempre venía sólo, al menos que yo supiera, nunca vino con su señora y mira que estaba buena la jodida. Anda que no era guapa ni ná Doña Penélope… ¡Lléname esto niño!”.
“Entonces dice usted que venía a menudo ¿no?”- le preguntó Carlos-.
“Los sábados y los miércoles no fallaba ni uno”. Jacinto se bebió lo que le quedaba en la copa y se limpió la boca con la manga. No era precisamente un desdichado en cuanto a  higiene personal se refiere, con un pelo siempre grasiento y blanquecino que le empezaba bien arriba en la frente, aunque ya se encargaba él de mantenerlo bien repeinado hacia atrás. La camisa la llevaba medio abierta y sudorosa, pantalón mal amarrado y sandalias de cuero.
“¿Tú que quieres que yo te diga dónde vivía el Sr. Tejera, no?”- preguntó Jacinto con la mirada desbocada-.
“Sí por favor”, respondió Carlos.
“!Pues ya estás tardando en echar la conviá niño!

- Aquí está bien para aparcar.
¿Estás seguro?
- Sí… Déjate llevar María, que esto va a ser brutal.
- Estamos en medio de la nada. No hay la más mínima luz, ni siquiera la luna alumbra lo suficiente.
- Es fantástico, ¿no crees?.

Jacinto era sólo un niño cuando el Sr. Tejera se dejaba ver por la Peña Flamenca, y aunque hayan pasado los años, no se le va de la memoria su imagen. Don Manuel era un señor alto, repeinado y bigote maqueado. Elegante, con el mismo buen gusto por los trajes que por el flamenco. Repartía sus vicios entre el tabaco,  las salidas nocturnas y la compañía femenina. A veces los repartía a partes iguales, aunque por regla general era de lo último en lo que solía excederse. Tenía el porte y elocuencia necesaria para no tener, normalmente, ningún tipo de problema a la hora de satisfacer sus antojos femeninos más exquisitos, aunque si alguna noche el Macallan 1824 le ganaba la batalla a la dicción, su buena catadura y el empaque que lo caracterizaban, su nada anémica cartera ya se encargaba de solucionar el problema. Muchas lo sabían, tanto las hetairas como las fulanas, las meretrices y concubinas, las aprovechadas y las necesitadas. A veces era la gata la que se acercaba al cuenco y otras era el semental el que se metía en el establo.
Eran dos las fotografías que Jacinto tenía en su memoria, una el traje azul a rayas del sr. Tejera, con un pañuelo color canela en el bolsillo y una mata de romero en la solapa. Y otra, sentada en su regazo, un traje de volantes rojo y blanco. Traje que envolvía un cuerpo de guitarra perfecto, sin dejar espacio alguno entra la tela y la piel. Un cuerpo prieto, firme, terso y de tacto suave. Color canela como el pañuelo del señor Tejera. Dibujando curvas como el que dibuja acordes. Como una guitarra flamenca.
Canela en rama es tu cuello”, le decía al oído Don Manuel, para sacarle la sonrisa. Una guitarra que todos querían tocar, porque sonaba pura y profunda, que te embelesa y envenena los sentidos a partes iguales. Una guitarra color canela, el color de la tierra gitana de la baja Andalucía, que brilla más con la luz de la luna que con la del sol y que descansa en un taconeo que redobla como tambores de guerra, avisando de que un ejército de deseo te va arrancar el corazón con “quejíos” flamencos. Una guitarra que tenía por nombre Helena, la que se sentaba en el regazo de don Manuel.
                Anda que no le gustaba ni ná el tonteo”, decía Jacinto.
                Y con Manuel se le hacía el chocho agua… claro como le pagaba tó”.
                Penélope sabía perfectamente todo lo que hacía su marido, pero lo aguantaba por la buena calidad de vida que le daba. Don Manuel supo ganarse el favor de una destilería escocesa, que por aquellos años rondaban mucho por Jerez alrededor tanto de los vinos como de las botas. Un contrato suculento le permitió al señor Tejera la exclusividad de ventas de las botas de vino que los escoceses usarían para envejecer sus whiskies. Hizo una fortuna importante, de las mayores de la baja Andalucía, que le sirvió para comprar y arreglar la Hacienda San José. Allí estableció su residencia para él y su familia, Penélope y sus tres hijas Cecilia, Marta y Catalina.
                De lo que aconteció después poco o nada se sabe, poco o nada se ha escrito. Y lo que pasó después no es ni más ni menos que Don Manuel desapareció. De repente. Ese sábado noche La peña le esperaba, la guitarra le extrañaba y Helena entre taconeo y taconeo miraba de reojo a la barra del bar intentando verle. Pero Don Manuel no acudió ni aquella ni cualquier otra noche. Nunca más. Simplemente no dejó ni rastro. Unos dicen que se marchó a Escocia para seguir haciendo buen parné. Otros, que huyó harto de tanta mala vida para hacer negocio en Sudamérica. Otros sin embargo, como Carlos y María, piensan que Don Manuel sigue todavía en el pueblo. Que sigue en su finca, en sus tierras. Repartido en varios trozos. Dividido en varios cuartos.
                Bien sabe Dios de todos los males que nos persiguen día a día, de los pecados grotescos que rebozan nuestro ser, que la envidia nos corroe, la avaricia nos mata a pequeños mordiscos y la ira nos convierte en un vendaval de colmillos afilados como si fuéramos perros rabiosos. Pero nada le gana a los celos. Como nada le gana al amor y los celos son su sucedáneo endemoniado, pues echa cuentas. Blanco y en botella.
Y llevada por tal brebaje de sentimientos, hay quien dice que Doña Penélope sesgó algo más que el trigo aquella noche. Que arrancó de cuajo las raíces del pecho de Don Manuel, las labró y las trilló después. No hay quien pueda con el corazón, menos cuando está desbocado. Menos, cuando está herido. Un corazón herido tiene la fuerza de diez mil bueyes tirando del yugo. Un corazón traicionado puede que más. La versión que nadie conoce dice que Penélope atravesó el corazón de Manuel con un cuchillo que tenía sus iniciales en el mango (y su nombre en la punta). Era de él y fue para él. Ese mismo cuchillo que atravesó su corazón hizo lo propio con su pañuelo color canela que lucía en el bolsillo y la mata de romero de la solapa. Cuchillo que pasó no sólo por las manos de la mujer y madre sino también por las de las hijas, la mayor, la segunda y la pequeña. Fue Catalina la última en tocar ese cuchillo y fue ella a sí misma al manipularlo la que se sesgó la cara desde la ceja hasta la mandíbula. Era de esperar de unas manos tan finas, tan pequeñas, tan inocentes.
Esa versión, la trágica, la que hace un coctel de alcohol, flamenco y vicio junto la traición al amor jurado, era la que Carlos y María buscaban. Ellos perseguían el angustioso placer de poner pies en el mismo lugar y bajo el mismo techo donde antes alguien le había quitado la vida a otra persona. La vida física, porque la otra, la que no vemos, la que sentimos detrás del pecho y el sudor en las manos, ya se la había quitado Don Manuel a Penélope mucho tiempo atrás. Le había quitado la vida, el respeto y la dignidad.
Carlos agarró a María de la mano en medio de la oscuridad por ese camino justo al pasar el puente sobre la carretera que Jacinto les había indicado. Los dos se sobresaltaron con el gruñir de un par de gatos que salieron de entre los arbustos, pero casi vomitan el corazón por la boca cuando tras ellos apareció una señora mayor, de pelo blanco, moribunda y desgarbada, con unas ropas desgarradas y malolientes, pocos no eran los dientes que le faltaban, probablemente los mismos que piojos le sobraban. Los miró fijamente a luz de la luna, farfulló algo y agarró los dos gatos para volver de nuevo a la oscuridad y frondosidad de los arbustos.
Ellos continuaron su camino hasta llegar al pinar. De lejos, se podía vislumbrar una luz muy tenue que efectivamente, tal y como tanto deseaban, provenía de la Hacienda San José. Se agarraron de nuevo, se miraron y sonrieron de manera muy nerviosa y excitada. No podían creer que estaban prácticamente allí. Aunque muy extrañados por el tema de la luz. No entendían muy bien el porqué.
Se acercaron con sigilo y pararon al quedar a unos  metros de la casa, escondidos detrás de un árbol intentando averiguar qué pasaba allí.
De repente, entendieron eso que se dice frío como el metal. Como de la nada alguien surgió para encañonarles una pistola en la nuca. Casi sin mediar palabra y entre las lágrimas de ambos fueron llevados hasta la Hacienda. Los condujeron hacia el salón principal donde se escuchaban varias personas conversar.
En el salón, una mesa entrelarga de madera maciza con varias personas a su alrededor. Unos pesaban la cocaína y otros iban contando el dinero. Por la puerta apareció el raptor con Carlos y María. De repente todos callaron.
Tan sólo dijo: ¿Qué hago con ellos?
Ambos levantaron la mirada hacia la mesa. Presidiéndola, una señora mayor, bien entrada en años, rubia y un pañuelo color canela anudado al cuello. Lo que más les llamó la atención, la cicatriz que le cruzaba la cara desde la ceja hasta la mandíbula.
No se oyó más que un mátalos y dos disparos.

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