“Ambos se dañan a sí mismos:
el que promete demasiado y el que espera demasiado.”
-Gotthold Ephraim Lessing-
Él estaba sentado en una punta del
sofá con los codos sobre las rodillas, cabizbajo y mirándola a ella de vez en
cuando como esperando una respuesta. Ella estaba sentada en la otra punta del
mismo sofá, pero mucho más al filo, las rodillas juntas y ligeramente ladeadas
hacia el lado opuesto donde estaba él. Las manos entrelazadas en su propio
regazo, mirando hacia abajo y sin poder levantar la mirada. Ni soltar palabra.
Aguantando las lágrimas. Apenas.
- Yo sé
que no volverá a suceder-, le decía él mientras le secaba las lágrimas de
los ojos, le acariciaba la mano y le apartaba el pelo de la cara. Los dos
solos, nadie más que ellos y dos corazones rotos. También el gato, que se
acercaba con sigilo para rozarse. Luego se acercaba al radiador. Buscando
calor.
- Lo
nuestro no puede terminar así-, le susurraba muy cerca de los labios, con
su frente apoyada en la de ella y la mano en su nuca, para acercársela un poco
más. Porque hacía ya tiempo que ella se había marchado de él. O él de ella.
Intentaba besarla pero ella rehuía. -¡No!-
le gritaba con un alarido de dolor, de los que salen de muy adentro. De esos
que casi te pueden volver del revés.
- Tocarás
el piano para mí, otra vez, como hacías antes. Todo volverá a ser lo mismo-, le aseguraba él. Las hojas secas volaban
rápido izadas por el viento, que las levantaba del suelo como el que levanta
una pequeña pluma del suelo. Débiles, sin oponer resistencia, así volaban.
Igual que sus palabras.
- Te
prometo que voy a cambiar, te prometo que todo volverá ser como antes, te
prometo… te prometo… te prometo…-. De repente la alarma sonó estridente
interrumpiendo su discurso. Los dos se asustaron y empezaron a preguntarse qué
demonios estaba pasando. Una luz roja se encendía en la habitación mientras que sólo se escuchaba una voz informatizada que decía “Delito, delito. Actuación, actuación. Delito, delito”. Estaban muy
confusos. Se miraban uno al otro sin saber qué hacer; se levantaban y se
volvían a sentar. Alguien pateó la puerta con virulencia. Varios policías
entraron y actuaron con rapidez. Lo agarraron, lo esposaron y se lo llevaron
consigo. -Queda usted arrestado señor. Ha
cometido usted un delito de falsa promesa-.
Efectivamente, cometió delito de falsa promesa.
Tal y como se había aprobado por Asamblea ciudadana el 21 de Mayo, la falsa
promesa era ahora un delito. Así quedó tipificado en el artículo 19/06 de
Delitos Verbales. Ya no se podía prometer de manera estéril. Ya no se podía
jugar con eso. Game over. La partida había terminado y no quedaban más monedas
para reiniciar. Habían sido tantas y tantas promesas que se rompieron a lo
largo de la Historia de la humanidad, que algo había que hacer. Y vaya si se
hizo. El invento del siglo, lo llamaron. El detector de falsas promesas. Costó
lo suyo ponerlo en práctica pero tanto esfuerzo mereció mucho la pena. Ahora
todos esos prometedores de pacotilla estaban bajo control. Los farsantes de la
palabra, los ladrones de sueños, los forajidos del discurso y los mangantes de
la plática barata habían sido acorralados por tan maravilloso artilugio que
cambió sus vidas para siempre. Método útil y eficaz para detectarlos,
atraparlos y poner fin a tan injurioso delito. El peor de todos. La falsa
promesa. Qué asco. Lenguas sucias. ¡Vaya invento! El invento del siglo, sí
señor. Ya nadie se escapaba.
“Prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos
según nuestros temores.”
-François de La Rochefoucauld-
París
puede ser igual de fascinante que de caótica. Puede tener la misma magia que
cien mil arcoíris y la misma burocracia que un prestigioso bufete de abogados
en el centro de Manhattan. Los olores y los susurros recorren sus calles de
grafitis a la par que el humo de los tubos de escape. El silencio no te
acompaña ni a las tantas de la madrugada. Te puede hacer reír de la misma
manera que te puede hacer llorar. La amas en los días pares y la odias en los
impares, como a la matrícula de tu coche. Tiene calles en multicolor y calles
en blanco y negro. Tiene alta literatura y bajunos insultos al volante. Las
aguas del Sena te transportan al paraíso. A ti y a otros cientos de chinos con
cámara de fotos y una prisa que no entiendes muy bien por qué tanta. El barrio
latino te hace sentir en casa pero cuando sales de cenar tu cartera te recuerda
bien que estás en París, no en casa. Tiene a Port-Royal pero sin mar alrededor.
Si una gárgola de Notre Dame te mira fijamente es porque quiere amarte o
matarte. En las Tullerías no estás solo, ni lo estarás nunca, pero puedes
dormirte a la sombra de un árbol como si estuvieras en una inmensa pradera de
la Patagonia. Montmartre te robará el corazón. Tu sagrado corazón para jugar
con él, lo hará suyo y no te lo devolverá jamás. Lo hará rodar escaleras abajo
hasta llegar a manos del Cardenal Dubois. Te subirá en funicular hasta el
propio corazón de Marte. Hará que quieras vivir allí hasta que pierdas la
memoria o el ritmo de tu corazón no vaya al compás de los músicos callejeros, lo que llegue antes. Y todo a pesar de la
siempre enorme afluencia de gente que a veces te hacen querer huir como el que
escapa de Alcatraz: a ciegas y a la desesperada. Porque su luz es distinta. Su
luz no, sus luces. Si te quieres hacer llamar pintor, has de peregrinar allí al
menos una vez en tu vida para pintarla. Si te quieres hacer llamar escritor,
has de escribir de Montmartre al menos una vez en tu vida. Huele a flores, a
pintura en la paleta y las manos, a pan recién hecho, a raclette de queso y
carbón, a macarons, a sopa de cebolla, a vino blanco y a vino tinto.
En
la Rue Gabrielle está la Taverne de Montmartre en la que nada más entrar te das
cuenta de su primera particularidad: su tamaño. No hace falta ser una persona
especialmente alta para topar tu frente con el marco superior de la puerta de
entrada, o lo que puede ser peor, la coronilla. La segunda es su personal. El
dueño es un señor de simpatía desbordante, casi tan grande como la
circunferencia que describe el mandil anudado alrededor de su cintura, aunque
cierto es que el exagerado diámetro abdominal no le impide lo más mínimo hacer
su trabajo a la perfección. También hay una camarera joven de ojos azules, pelo
rubio y piel blanquita de suavidad genuina, como su voz, a la que no se le
puede decir que no a ninguna especialidad de la casa. Ninguna. Por último,
tenemos al hijo del dueño, un niño de no más de 10 u 11 años de hechuras
calcadas a las del padre, tanto en el porte como en las maneras. Simpatía del
mismo tamaño que su bien agradecida guatita. Y el niño era muy pero que muy
simpático. Medio gitano por la media melena y medio moro por la piel.
La última particularidad es su
clientela. La fija. La de todos los días. Él es un señor de al menos 60 años
que siempre viste con sandalias de goma pantalón vaquero y camisa de manga
corta medio abierta. Quizás se la cierre del todo en invierno. Pelo loco, muy
loco, abultado y enredado, gris y negro a partes iguales, de volumen prominente,
que vaga y cae a su libre albedrío. Las barbas, más de lo mismo. Casi se
confunden con los pelos del pecho. No más de 1,70 y 60 kilos de peso. La voz,
por llamarla de alguna manera, ronca. Muy ronca. De eco de cueva infinita.
Probablemente sea por eso que toque más la guitarra que cante. De sus sucias manos
salen limpiamente clásicos de todos los tiempos, rock y pop, versiones en
inglés y en francés que amenizan el paseo de los transeúntes que suben o bajan
la escalera perpendicular a la Rue Gabrielle que te lleva hasta el Sacre Coeur.
Tan empinada es, que la llamaron Rue du Calvaire. Un calvario subirla. Ella sin
embargo tiene otro porte, pero misma edad. Muy distinta. Para empezar, aseada y
perfumada. Siempre con sombrero de ala ancha y gafas de sol negras como la que
tiene algo que esconder. Como la actriz famosa que pudo haber sido, queriendo
pasar desapercibida entre la multitud. Rubia brillante, labios de color rojo
corazón a juego con las uñas. Sentada en la silla con estilo, con la pierna
derecha sobre la izquierda, dejando entrever tanto muslo como el que uno quiera
ver, el brazo izquierdo dejado de caer en el respaldo de la silla y el codo
derecho sobre la pequeña mesa plegable que cojea justo al lado de la puerta del
local, gracias a una empedrada e inestable acera. La mano derecha cae con
estilo y entre los dedos sujeta el cigarro que calada a calada va perdiendo la
vida. La botella de Chablis en el cooler y la copa la espera llorando en la
mesa. Ella quizás también llore por dentro, por eso de las gafas de sol. Y el
constante alcohol. Ella es americana y él es francés. Él se acerca a ella cada
vez que la calle se queda vacía con la esperanza de que le dé otro cigarrillo.
Ella accede y le suelta en su imperfecto inglés maridado: Prométeme que estarás siempre aquí para cantarme. Él le responde en
un ronco francés: Te lo prometo.
De nuevo la alarma, las luces, la estridencia y
el arresto. Otra falsa promesa. Otro delito. Otro que falta al juramento y no
se puede salir con la suya. El invento del siglo, ya nadie se escapaba.
(II)
“La política es el arte de disfrazar de interés
general el interés particular”.
Edmond Thiaudière
Meeting político. En algún lugar, da igual
donde sea. Podría ser Madrid, Pekín o Marsella. Berlín, Bruselas o Praga. Es el
mismo slogan: Nuestras promesas, vuestro
futuro. Bien grande, que se vea, repetido hasta la saciedad en periódicos y
canales de televisión afines a cambio de un buen apretón de manos y firma millonaria
bajo la mesa. La misma campaña y el mismo político. El mismo mensaje tantas
veces repetido que se convierte en verdad. Es como si naces esclavo, creces
esclavo y vives esclavo, mientras alguien te dice repetidamente y cada vez que
te atiza con su látigo: Eres libre… ¡splash!... Eres libre… ¡Splash!... Eres
libre… ¡Splash! Has crecido con ese mensaje y para ti el concepto de libertad
no es el mismo que el mío. Tú te crees libre y te llamas a ti mismo libre
porque esa es tu realidad. Pero ¿es real? ¿Eres realmente libre?
El mismo político de sonrisa perenne de anuncio
de dentífrico se sube al estrado, la gente aplaude, corea su nombre y ondean
las banderas. Todos a la par. Por un momento parecen protagonizar esos típicos
documentales donde se ven los bandos de pájaros todos al mismo ritmo y
siguiendo el camino de un líder; o esa manada de ñus que migran buscando
alimento, que casi sin mirar siguen al que va primero; o ese rebaño de ovejas
que le hace caso obediente al perro que los custodia. Él (o ella) va bien
vestido con traje impecable, peinado firme y terso, invariable, brillante.
Saluda con su mano izquierda con movimientos sigilosos alternado con el puño
derecho en alto o los dedos índices y corazón en forma de V de victoria… para
algunos. Cuando llega justo al centro, delante de su atril pide calma al
exaltado público haciendo movimientos verticales con ambas manos de abajo a
arriba, mientras su sonrisa brilla y su ceja derecha se levanta levemente sobre
la izquierda. Cuando los afiliados han callado por fin, él se gira sobre sí
mismo y se sitúa ante su atril, se acerca el micrófono y comienza su discurso:
Buenas
tardes a todos queridos amigos, queridos miembros del partido y queridos
votantes. Es un orgullo para mí estar hoy aquí junto a todos ustedes, porque es
importante que hablemos de nuestro país, de nuestros problemas y de la
situación tan desastrosa que atravesamos, cuya solución pasa inevitablemente
porque estemos gobernando en los próximos años. La solución está en vuestras
manos queridos amigos, las manos que deben votar a nuestro partido el próximo
mes, las manos que deben coger la papeleta correcta y librarnos del partido que
ahora nos gobierna ya que tan sólo busca separarnos, dividir el país y romper
nuestra democracia. Nuestra sanidad está peor que nunca y os puedo prometer que
cuando gobernemos nosotros la haremos mejor. Nuestra educación está poniendo
barreras el futuro de nuestros hijos, así que prometo que haremos de ella un
modelo vanguardista internacional que todos copiarán. No miento si os prometo
que habrá trabajo para todos y la economía por fin se recuperará y estará mejor
que nunca. Os prometo que controlaremos la inmigración tan desbordante que
tenemos ahora y que está acabando con nuestro país, nuestra cultura y nuestras
costumbres. Os prometo que haremos que este nuestro país sea un ejemplo que
todos copiarán. Os lo prometo.
El discurso acabó entre el júbilo
de la gente, los aplausos y la sintonía del partido sonando a todo volumen. El
político alzaba sus manos triunfales hacia el cielo y volvía a indicar con los
dedos la V de victoria. No sonaron las alarmas, no hubo ninguna luz ni ninguna
estridencia. Ningún arresto. Nadie hizo nada.
4 años después, el mismo meeting,
el mismo político y las mismas promesas ante el mismo discurso. La rueda de movimiento
perpetuo que nunca para de girar. Las mismas promesas una y otra vez. Unos
tanto y otros tan poco. Unos siempre y otros nunca. Para unos
todo y para otros nada. Así va la cosa.
Cuenta
una pequeño fábula lo siguiente: «Un día cualquiera, un florista fue a la
peluquería a cortarse el pelo. Después del corte pidió la cuenta y el peluquero
le contestó:
– No puedo aceptar dinero. Esta
semana estoy haciendo servicio comunitario.
El florista quedó agradecido y dejó
la peluquería satisfecho.
A la mañana siguiente, cuando el
peluquero fue a abrir la peluquería, había una nota de agradecimiento y un ramo
de flores en la puerta.
Ese mismo día entró un panadero
para cortarse el pelo. Cuando fue a pagar el peluquero respondió:
– No puedo aceptar dinero. Esta
semana estoy haciendo servicio comunitario.
El panadero se puso contento y
salió de la peluquería.
A la mañana siguiente, cuando el
peluquero fue a abrir la peluquería, había una nota de agradecimiento y una
caja de rosquillas esperándolo en la puerta.
Esa misma mañana, un senador fue a
cortarse el pelo y cuando fue a pagar el peluquero le dijo:
– No puedo aceptar dinero. Esta
semana estoy haciendo servicio comunitario.
El senador muy contento abandonó la
peluquería con enorme satisfacción.
A la mañana siguiente, cuando el
peluquero fue a abrir la peluquería, había en la puerta 12 senadores, 10
diputados, 15 concejales, el alcalde, la esposa del alcalde y los 3 hijos del
alcalde. Todos hacían cola para cortase el pelo gratis.»
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