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domingo, 2 de junio de 2019

EL INVENTO DEL SIGLO

(I)
“Ambos se dañan a sí mismos: el que promete demasiado y el que espera demasiado.”

-Gotthold Ephraim Lessing-

Él estaba sentado en una punta del sofá con los codos sobre las rodillas, cabizbajo y mirándola a ella de vez en cuando como esperando una respuesta. Ella estaba sentada en la otra punta del mismo sofá, pero mucho más al filo, las rodillas juntas y ligeramente ladeadas hacia el lado opuesto donde estaba él. Las manos entrelazadas en su propio regazo, mirando hacia abajo y sin poder levantar la mirada. Ni soltar palabra. Aguantando las lágrimas. Apenas.

- Yo sé que no volverá a suceder-, le decía él mientras le secaba las lágrimas de los ojos, le acariciaba la mano y le apartaba el pelo de la cara. Los dos solos, nadie más que ellos y dos corazones rotos. También el gato, que se acercaba con sigilo para rozarse. Luego se acercaba al radiador. Buscando calor.

- Lo nuestro no puede terminar así-, le susurraba muy cerca de los labios, con su frente apoyada en la de ella y la mano en su nuca, para acercársela un poco más. Porque hacía ya tiempo que ella se había marchado de él. O él de ella. Intentaba besarla pero ella rehuía. -¡No!- le gritaba con un alarido de dolor, de los que salen de muy adentro. De esos que casi te pueden volver del revés.

- Tocarás el piano para mí, otra vez, como hacías antes. Todo volverá a ser lo mismo-, le aseguraba él. Las hojas secas volaban rápido izadas por el viento, que las levantaba del suelo como el que levanta una pequeña pluma del suelo. Débiles, sin oponer resistencia, así volaban. Igual que sus palabras.

- Te prometo que voy a cambiar, te prometo que todo volverá ser como antes, te prometo… te prometo… te prometo…-. De repente la alarma sonó estridente interrumpiendo su discurso. Los dos se asustaron y empezaron a preguntarse qué demonios estaba pasando. Una luz roja se encendía en la habitación mientras que sólo se escuchaba una voz informatizada que decía “Delito, delito. Actuación, actuación. Delito, delito”. Estaban muy confusos. Se miraban uno al otro sin saber qué hacer; se levantaban y se volvían a sentar. Alguien pateó la puerta con virulencia. Varios policías entraron y actuaron con rapidez. Lo agarraron, lo esposaron y se lo llevaron consigo. -Queda usted arrestado señor. Ha cometido usted un delito de falsa promesa-.

Efectivamente, cometió delito de falsa promesa. Tal y como se había aprobado por Asamblea ciudadana el 21 de Mayo, la falsa promesa era ahora un delito. Así quedó tipificado en el artículo 19/06 de Delitos Verbales. Ya no se podía prometer de manera estéril. Ya no se podía jugar con eso. Game over. La partida había terminado y no quedaban más monedas para reiniciar. Habían sido tantas y tantas promesas que se rompieron a lo largo de la Historia de la humanidad, que algo había que hacer. Y vaya si se hizo. El invento del siglo, lo llamaron. El detector de falsas promesas. Costó lo suyo ponerlo en práctica pero tanto esfuerzo mereció mucho la pena. Ahora todos esos prometedores de pacotilla estaban bajo control. Los farsantes de la palabra, los ladrones de sueños, los forajidos del discurso y los mangantes de la plática barata habían sido acorralados por tan maravilloso artilugio que cambió sus vidas para siempre. Método útil y eficaz para detectarlos, atraparlos y poner fin a tan injurioso delito. El peor de todos. La falsa promesa. Qué asco. Lenguas sucias. ¡Vaya invento! El invento del siglo, sí señor. Ya nadie se escapaba.

(II)

“Prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores.”

-François de La Rochefoucauld-

            París puede ser igual de fascinante que de caótica. Puede tener la misma magia que cien mil arcoíris y la misma burocracia que un prestigioso bufete de abogados en el centro de Manhattan. Los olores y los susurros recorren sus calles de grafitis a la par que el humo de los tubos de escape. El silencio no te acompaña ni a las tantas de la madrugada. Te puede hacer reír de la misma manera que te puede hacer llorar. La amas en los días pares y la odias en los impares, como a la matrícula de tu coche. Tiene calles en multicolor y calles en blanco y negro. Tiene alta literatura y bajunos insultos al volante. Las aguas del Sena te transportan al paraíso. A ti y a otros cientos de chinos con cámara de fotos y una prisa que no entiendes muy bien por qué tanta. El barrio latino te hace sentir en casa pero cuando sales de cenar tu cartera te recuerda bien que estás en París, no en casa. Tiene a Port-Royal pero sin mar alrededor. Si una gárgola de Notre Dame te mira fijamente es porque quiere amarte o matarte. En las Tullerías no estás solo, ni lo estarás nunca, pero puedes dormirte a la sombra de un árbol como si estuvieras en una inmensa pradera de la Patagonia. Montmartre te robará el corazón. Tu sagrado corazón para jugar con él, lo hará suyo y no te lo devolverá jamás. Lo hará rodar escaleras abajo hasta llegar a manos del Cardenal Dubois. Te subirá en funicular hasta el propio corazón de Marte. Hará que quieras vivir allí hasta que pierdas la memoria o el ritmo de tu corazón no vaya al compás de los músicos callejeros,  lo que llegue antes. Y todo a pesar de la siempre enorme afluencia de gente que a veces te hacen querer huir como el que escapa de Alcatraz: a ciegas y a la desesperada. Porque su luz es distinta. Su luz no, sus luces. Si te quieres hacer llamar pintor, has de peregrinar allí al menos una vez en tu vida para pintarla. Si te quieres hacer llamar escritor, has de escribir de Montmartre al menos una vez en tu vida. Huele a flores, a pintura en la paleta y las manos, a pan recién hecho, a raclette de queso y carbón, a macarons, a sopa de cebolla, a vino blanco y a vino tinto.

            En la Rue Gabrielle está la Taverne de Montmartre en la que nada más entrar te das cuenta de su primera particularidad: su tamaño. No hace falta ser una persona especialmente alta para topar tu frente con el marco superior de la puerta de entrada, o lo que puede ser peor, la coronilla. La segunda es su personal. El dueño es un señor de simpatía desbordante, casi tan grande como la circunferencia que describe el mandil anudado alrededor de su cintura, aunque cierto es que el exagerado diámetro abdominal no le impide lo más mínimo hacer su trabajo a la perfección. También hay una camarera joven de ojos azules, pelo rubio y piel blanquita de suavidad genuina, como su voz, a la que no se le puede decir que no a ninguna especialidad de la casa. Ninguna. Por último, tenemos al hijo del dueño, un niño de no más de 10 u 11 años de hechuras calcadas a las del padre, tanto en el porte como en las maneras. Simpatía del mismo tamaño que su bien agradecida guatita. Y el niño era muy pero que muy simpático. Medio gitano por la media melena y medio moro por la piel.

La última particularidad es su clientela. La fija. La de todos los días. Él es un señor de al menos 60 años que siempre viste con sandalias de goma pantalón vaquero y camisa de manga corta medio abierta. Quizás se la cierre del todo en invierno. Pelo loco, muy loco, abultado y enredado, gris y negro a partes iguales, de volumen prominente, que vaga y cae a su libre albedrío. Las barbas, más de lo mismo. Casi se confunden con los pelos del pecho. No más de 1,70 y 60 kilos de peso. La voz, por llamarla de alguna manera, ronca. Muy ronca. De eco de cueva infinita. Probablemente sea por eso que toque más la guitarra que cante. De sus sucias manos salen limpiamente clásicos de todos los tiempos, rock y pop, versiones en inglés y en francés que amenizan el paseo de los transeúntes que suben o bajan la escalera perpendicular a la Rue Gabrielle que te lleva hasta el Sacre Coeur. Tan empinada es, que la llamaron Rue du Calvaire. Un calvario subirla. Ella sin embargo tiene otro porte, pero misma edad. Muy distinta. Para empezar, aseada y perfumada. Siempre con sombrero de ala ancha y gafas de sol negras como la que tiene algo que esconder. Como la actriz famosa que pudo haber sido, queriendo pasar desapercibida entre la multitud. Rubia brillante, labios de color rojo corazón a juego con las uñas. Sentada en la silla con estilo, con la pierna derecha sobre la izquierda, dejando entrever tanto muslo como el que uno quiera ver, el brazo izquierdo dejado de caer en el respaldo de la silla y el codo derecho sobre la pequeña mesa plegable que cojea justo al lado de la puerta del local, gracias a una empedrada e inestable acera. La mano derecha cae con estilo y entre los dedos sujeta el cigarro que calada a calada va perdiendo la vida. La botella de Chablis en el cooler y la copa la espera llorando en la mesa. Ella quizás también llore por dentro, por eso de las gafas de sol. Y el constante alcohol. Ella es americana y él es francés. Él se acerca a ella cada vez que la calle se queda vacía con la esperanza de que le dé otro cigarrillo. Ella accede y le suelta en su imperfecto inglés maridado: Prométeme que estarás siempre aquí para cantarme. Él le responde en un ronco francés: Te lo prometo.

De nuevo la alarma, las luces, la estridencia y el arresto. Otra falsa promesa. Otro delito. Otro que falta al juramento y no se puede salir con la suya. El invento del siglo, ya nadie se escapaba.


(II)


“La política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular”.

Edmond Thiaudière

Meeting político. En algún lugar, da igual donde sea. Podría ser Madrid, Pekín o Marsella. Berlín, Bruselas o Praga. Es el mismo slogan: Nuestras promesas, vuestro futuro. Bien grande, que se vea, repetido hasta la saciedad en periódicos y canales de televisión afines a cambio de un buen apretón de manos y firma millonaria bajo la mesa. La misma campaña y el mismo político. El mismo mensaje tantas veces repetido que se convierte en verdad. Es como si naces esclavo, creces esclavo y vives esclavo, mientras alguien te dice repetidamente y cada vez que te atiza con su látigo: Eres libre… ¡splash!... Eres libre… ¡Splash!... Eres libre… ¡Splash! Has crecido con ese mensaje y para ti el concepto de libertad no es el mismo que el mío. Tú te crees libre y te llamas a ti mismo libre porque esa es tu realidad. Pero ¿es real? ¿Eres realmente libre?

El mismo político de sonrisa perenne de anuncio de dentífrico se sube al estrado, la gente aplaude, corea su nombre y ondean las banderas. Todos a la par. Por un momento parecen protagonizar esos típicos documentales donde se ven los bandos de pájaros todos al mismo ritmo y siguiendo el camino de un líder; o esa manada de ñus que migran buscando alimento, que casi sin mirar siguen al que va primero; o ese rebaño de ovejas que le hace caso obediente al perro que los custodia. Él (o ella) va bien vestido con traje impecable, peinado firme y terso, invariable, brillante. Saluda con su mano izquierda con movimientos sigilosos alternado con el puño derecho en alto o los dedos índices y corazón en forma de V de victoria… para algunos. Cuando llega justo al centro, delante de su atril pide calma al exaltado público haciendo movimientos verticales con ambas manos de abajo a arriba, mientras su sonrisa brilla y su ceja derecha se levanta levemente sobre la izquierda. Cuando los afiliados han callado por fin, él se gira sobre sí mismo y se sitúa ante su atril, se acerca el micrófono y comienza su discurso:

Buenas tardes a todos queridos amigos, queridos miembros del partido y queridos votantes. Es un orgullo para mí estar hoy aquí junto a todos ustedes, porque es importante que hablemos de nuestro país, de nuestros problemas y de la situación tan desastrosa que atravesamos, cuya solución pasa inevitablemente porque estemos gobernando en los próximos años. La solución está en vuestras manos queridos amigos, las manos que deben votar a nuestro partido el próximo mes, las manos que deben coger la papeleta correcta y librarnos del partido que ahora nos gobierna ya que tan sólo busca separarnos, dividir el país y romper nuestra democracia. Nuestra sanidad está peor que nunca y os puedo prometer que cuando gobernemos nosotros la haremos mejor. Nuestra educación está poniendo barreras el futuro de nuestros hijos, así que prometo que haremos de ella un modelo vanguardista internacional que todos copiarán. No miento si os prometo que habrá trabajo para todos y la economía por fin se recuperará y estará mejor que nunca. Os prometo que controlaremos la inmigración tan desbordante que tenemos ahora y que está acabando con nuestro país, nuestra cultura y nuestras costumbres. Os prometo que haremos que este nuestro país sea un ejemplo que todos copiarán. Os lo prometo.

El discurso acabó entre el júbilo de la gente, los aplausos y la sintonía del partido sonando a todo volumen. El político alzaba sus manos triunfales hacia el cielo y volvía a indicar con los dedos la V de victoria. No sonaron las alarmas, no hubo ninguna luz ni ninguna estridencia. Ningún arresto. Nadie hizo nada.

4 años después, el mismo meeting, el mismo político y las mismas promesas ante el mismo discurso. La rueda de movimiento perpetuo que nunca para de girar. Las mismas promesas una y otra vez. Unos tanto y otros tan poco. Unos siempre y otros nunca. Para unos todo y para otros nada. Así va la cosa.

            Cuenta una pequeño fábula lo siguiente: «Un día cualquiera, un florista fue a la peluquería a cortarse el pelo. Después del corte pidió la cuenta y el peluquero le contestó:

– No puedo aceptar dinero. Esta semana estoy haciendo servicio comunitario.

El florista quedó agradecido y dejó la peluquería satisfecho.

A la mañana siguiente, cuando el peluquero fue a abrir la peluquería, había una nota de agradecimiento y un ramo de flores en la puerta.

Ese mismo día entró un panadero para cortarse el pelo. Cuando fue a pagar el peluquero respondió:

– No puedo aceptar dinero. Esta semana estoy haciendo servicio comunitario.

El panadero se puso contento y salió de la peluquería.

A la mañana siguiente, cuando el peluquero fue a abrir la peluquería, había una nota de agradecimiento y una caja de rosquillas esperándolo en la puerta.

Esa misma mañana, un senador fue a cortarse el pelo y cuando fue a pagar el peluquero le dijo:

– No puedo aceptar dinero. Esta semana estoy haciendo servicio comunitario.

El senador muy contento abandonó la peluquería con enorme satisfacción.

A la mañana siguiente, cuando el peluquero fue a abrir la peluquería, había en la puerta 12 senadores, 10 diputados, 15 concejales, el alcalde, la esposa del alcalde y los 3 hijos del alcalde. Todos hacían cola para cortase el pelo gratis.»

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