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domingo, 2 de junio de 2019

Ego sum via verita et vita


Dícese a la persona que anda de acá para allá sin rumbo fijo, un poco perdida deambulando de un sitio a otro, que no sabe a dónde va ni de dónde viene, ni siquiera qué anda buscando, una persona que ha perdido el norte, que está despistada, que anda torpe en saber su camino o simplemente que da una y otra vuelta a lo mismo ya sea de manera física o emocional, en definitiva, una persona que no anda quieta… que da más vueltas que la mano de San Esteban. Bueno, a lo mejor no se le dice de una manera generalizada, es verdad, porque me lo acabo de inventar. Pero el dicho tiene toda la exactitud del mundo.

Veréis, todo esto viene a que el rey Esteban falleció el 15 de Agosto de 1038 y el mismo día pero de 1083, fue canonizado en una ciudad húngara que ni se deletrear ni vosotros sabríais leer. Años más tarde, su mano diestra fue encontrada en perfecto estado de conservación, aunque desconozco como se desprendió de su cuerpo. Ni quiero saberlo, no estoy para matanzas. Desde entonces la mano goza del respeto general del pueblo húngaro, en concreto del de Budapest. Primero viajó hasta Transilvania, luego a Raguza (hoy Dalmacia) y más tarde a Dubrovnik, en Croacia. En 1771 llegó a Viena hasta que finalmente llegó a Buda (una de las ciudades originarias junto a Pest). De ahí mi comentario. Se entiende ahora, ¿verdad? Lo que no se entiende es cómo se conserva una mano en la Edad Media sin un buen Bosch.

Yo soy el camino, soy la verdad y soy la vida. Toma ya, ahí queda eso. Aunque parezca una frase sacada de cualquier discurso de Donald Trump, la verdad es que fue Jesucristo el que la pronunció, o así al menos aparece en el Nuevo Testamento (Juan, 14:6). Es lo primero que te encuentras al darte de bruces con la fachada de la Basílica de San Esteban, en Budapest, no muy lejos de donde Isabel de Baviera (Sissi Emperatriz, para los colegas) tiene dedicado un puente. Yo me la encontré (la Basílica, no Sissi) justo al girar en una esquina, casi sin querer, porque aunque no esté escondida, tampoco es que te llame para que acudas. Bajo la atenta mirada del poli gordo y dejando a este atrás no fuera a ser que le diera por mí, me dispuse a conocerla por dentro, verle las tripas, hacer como el que escapa desesperado de prisión, pero al revés, escaparme hacia dentro. Suelo encontrar esa paz interior en este tipo de recintos, quizás por la magnitud, quizás por el eco particular que hay en ellos o podría ser porque realmente es como hacer un viaje emocional. No lo sé. Pero me ayuda en muchas ocasiones a ver cosas que normalmente no veo fuera. A pensar en cosas que en otro tipo de ambientes no las pensaría. La opulencia, la decoración, el empaque, la fuerza… quizás todos estos aspectos sí que hacen que afecten a nuestro ser y nuestro estar, al menos en momentos determinados. Me hace pensar en mí, los que me rodean, los que participan en mi vida, las cosas que hago y las que no, las que voy a hacer y las que definitivamente no haré. Me hace reflexionar sobre la belleza, algo a lo que a medida que me hago mayor me vuelvo más sensible. Me gustan más cosas, me gustan más sabores, colores y olores. Me gustan más personas. Veo más belleza en sitios, paisajes, decoraciones, pero sobre todo soy cada vez más sensible a la belleza de los rostros. Hay miradas, expresiones y gestos que me producen una sensación pacífica y vulnerable. Un sentimiento de amor pero no a la persona en concreto que me lo pueda llegar a producir, sino al hecho en sí que me lo produzca. El hecho de que me despierte un sentimiento que no sé qué es, pero que yo siento como positivo. Un ardor placentero que empieza en el pecho y termina con el temblor de mis labios. Amor al amor, podríamos decir. Y creo que eso me hace bastante bien. Es como si me limpiase por dentro. Una cura emocional interior provocada por un antídoto de belleza que viene del exterior. Me gusta sentirme así. Me gusta cuando alguien es capaz de despertar mi vulnerabilidad emocional con tan solo una mirada. Frente a frente, como si fuera un duelo del salvaje oeste. Pero en este caso disparan las pupilas y sangra mi ternura.
Pero esta vez en concreto, sólo por esta vez, como Jesucristo, en la Basílica de San Esteban pensé en todos nosotros. Pensé en cómo somos y cómo actuamos según nos afecten los acontecimientos, los hechos que nos suceden e intentan meterse en nuestras vidas. Los que no te avisan, los que vienen como una ráfaga de luz matutina mientras estás dormido. Los que te soplan como una bocanada de aire al doblar en una esquina de una calle cualquiera. Los que no buscas.  Y fue así, inesperadamente, como vine a dar con un altar cuidadosamente adornado con flores y velas, y este de Budapest era particularmente precioso. Por la luz que daba, por la luz que escondía, por la burbuja mágica en la que estaba metido. Tenía 6 baldas distintas y 15 velas por balda. 90 velas que me alumbraban y calentaban la cara como lo hace una chimenea en invierno. Y fui allí, al tenerlas en frente todas encendidas cuando mi mujer me comentó: Son preciosas, ¿verdad?
La pregunta se quedó sin respuesta, al menos que ella supiera, porque yo sí que me contesté a mí mismo. Sí que lo son, me dije, y también pensé como todas y cada una de las llamas se movían a su propio ritmo y no ardían igual. Se movían de acá para allá como 90 barquitas cuando las bate el oleaje. No había dos iguales a pesar de tener el mismo tamaño, la misma mecha y ser el fuego igual para todas. Pero sin quemarse las unas a las otras. Era la misma corriente de aire que les venía en perpendicular y, a pesar de todo, no había dos que se movieran al unísono. En ese mismo instante pensé en todos nosotros, en lo distintos que somos. Somos tan distintos como iguales. Los mismos hechos nos rodean pero no hay dos respuestas iguales si son dos los corazones que laten.
Si es viajar, uno querrá volar y otro lo hará por tierra firme. Si es amar, uno querrá para siempre y otro por un tiempo. Si es bailar, uno querrá cumbia y otro bachata. Si es cantar, uno cantará Fado y otro cantará flamenco. Si es llorar, uno lo hará de pena y otro de alegría. Si es besar, uno lo hará de despedida y otro de recibimiento. Si es saludar, uno dirá hola y otro dirá adiós. Si es correr, uno es porque huye y otro porque persigue. Si es nadar, uno lo hará a tierra firme y otro mar adentro. Si es reír, uno lo hará de sí mismo y otro de los demás. Si es beber, uno querrá tinto y otro blanco. Si es café, uno lo querrá sólo y otro con leche. Si es guitarra, uno tocará la española y otro la eléctrica. Si es héroe, uno dirá Ché y otro dirá mi padre. Si es reina, uno dirá Sissi y otro mi madre. Si es vida, uno dirá divorcio y otro dirá matrimonio.

No podemos esperar nada de nadie y ni mucho menos creer que ante los mismos acontecimientos dos personas, tres o mil tendrán la misma reacción. El sol es igual para todos pero no todos nos ponemos igual de morenos. A unos nos gusta y otros prefieren la sombra. Y debemos respetar esa diferencia. Respeto. Esa es la clave. La belleza es tan dispar como diversa como interpretada. Nadie tiene la verdad absoluta, simplemente porque no la hay. Ni tan siquiera la muerte es absoluta, porque mientras haya recuerdo, habrá vida. Y mejor no olvidar. Más que nada porque es la esencia natural de nuestro comportamiento. Recordar, elegir. El ser libres. El poder escoger. Sólo hay que ser conscientes de no invadir la libertad de nadie. Que aunque estemos juntos y nos movamos a nuestro antojo, la convivencia es posible. Pero como las velas, sin quemarse las unas a las otras.

Siempre presente. Siempre recordado. Siempre vivo.

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