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domingo, 2 de junio de 2019

El cuento que nunca te conté


"¡Abre la ventana por favor! ¡Dios qué calor!"
Seguro que me diría eso si estuviera despierta. O tal vez "¡Qué aburrimiento!" O simplemente estaría serena y risueña, riéndose de cada tontería que dijera o de cada mosca que pasase. Ella era así, un poco impredecible. No es que fuera Dr. Jekyll y Mr. Hide pero sí que hacía falta a veces analizarla por si venía un poco mosqueada de un mal día en el trabajo o por el contrario venía de buen humor por haber escuchado un chiste bueno en su programa de radio favorito mientras conducía. Tal vez estaríamos hablando del tiempo de verano o ese libro que empezó a leer, Pasiones Romanas, que tanto te estaba gustando.

Como yo no sabía muy bien de qué quería que le hablara, simplemente iba cambiando de un tema a otro: el rescate a Grecia, las olas de calor, la película de anoche, el bar nuevo que habían abierto al lado de casa, la revisión del coche, lo fría que estaba la mitad de nuestra cama, de mis miedos a abrirme, de los viajes que nunca hicimos… De muchas cosas, de todo menos de mi deuda, la que tenía con ella y alguna de estas noches podré saldar, aunque no tendrá forma de saberlo porque seguirá dormida en la 168.

            Estar tantas horas sólo sin hablar con nadie más que los médicos, enfermeros o algún  familiar esporádico que venga a quedarse contigo mientras yo me ducho hace que uno delire un poco. De vez en cuando creo que te mueves un poco y pestañeas con los ojos todavía cerrados, que haces muecas con la cara, que levantas un dedo de la mano o incluso aprietas de un puñado las sábanas. Pero no son más que desilusiones que se disuelven como un azucarillo en el café. Cuando me levanto sobresaltado y llamo apurado a las enfermeras me doy cuenta que todo es producto de mis estériles deseos y mis remordimientos más que de una tangible realidad. No hay esperanza. Desde que te tumbaste en esa cama de hospital sólo te has movido en mi mente.

            En mis horas muertas recuerdo momentos que vivimos, como aquella noche de enero en aquel bar donde hablamos y hablamos y reímos y reímos mientras las bebidas iban ahogando nuestros miedos e inseguridades del uno hacia el otro, como se abre una madre al parir, naturalmente. O aquella noche de verano en la que tu cara brillaba, te pusiste el pelo recogido como a mí me gustaba, y recibiste aquella llamada para decirte que tu tío había muerto. Fue la primera vez que te vi llorar. Recuerdo pensar ¡Cómo demonios puedo ayudarla! Igual que ahora, solo podía estar a tu lado, cogerte la mano y esperar a que todo pasase.

            También me gustaría que supieras que estoy terminando un cuento, el que empecé cuando nos conocimos y un día prometí contarte en la cama mientras nos quedábamos dormidos. Ese cuento que a día de hoy me hace tener una deuda que no puedo pagar, por mucho interés que yo tenga siempre será para mí final de mes, el cobrador del frac me persigue al no poder saldarla porque sigues dormida.

Pero eso hoy va a cambiar. Yo ya he llorado en un rincón de casa. Hoy me voy a marchar para no volver jamás. Yo no tengo vida ni tú tampoco, y no la tenemos porque seguimos juntos. Lo mejor será que yo continúe con mi vida, con otra mejor o peor, no sé, pero otra. Adiós. Espero que te vaya bien y que algún día despiertes, que seas plenamente feliz sin mí. Nos vemos en los bares.

            Sentado en la esquina de esta cama  saldaré mi deuda porque sé que me estás escuchando. Este es tu cuento.

Salto al vacío

                Todavía recuerdo aquella foto que me sacaste un verano durante nuestras vacaciones, en la que yo salía saltando desde un pequeñísimo acantilado hacia el agua. En la foto parezco más valiente de lo que en realidad fui, porque el desnivel no tendría más de metro y medio, pero por el efecto óptico parecía que el salto era mayor. Recuerdo cómo nos reíamos cuando la gente se sorprendía por la foto y mi bravura, cuando éramos sólo tú y yo los que sabíamos la verdad. Y la verdad era que no fue para tanto. Pero nos hacía gracia.
El camino hacia la playa era largo y tortuoso, empinado, empedrado y el calor no ayudaba. Pero desde lejos veíamos la recompensa. Una playa bellísima, de aguas tranquilas y frescas. Quizás ese fue nuestro fallo, empeñarnos en llegar al final e incluso obsesionarnos con ello, en lugar de disfrutar de la belleza que tenía el camino. Flores, plantas, olores que podrían habernos dado un empujón de vida y alegría.
Ningún camino es fácil, eso deberíamos saberlo todos. De hecho creo que lo sabemos, pero no nos da la gana de admitirlo. Si tuviéramos los ojos más abiertos y conscientes, llegaríamos a la playa mucho antes, por ese u otro camino, de tal manera que se integrara y haríamos de la propia playa el camino entero. El camino se convertiría en playa.
Solo puedes saber si el agua está fría o no si te acercas a la orilla y te remojas los pies. Puedes entrar tan rápido como quieras, nadie puede decirte al ritmo al que debes hacerlo. Unos prefieren lento y otros más rápido. Cada uno tiene sus métodos. Pero tienes que mojarte. Sólo así sabrás cómo de fría está el agua. Y aunque esté helada y tú la prefieras más templada, seguro que con el tiempo le coges el gustito.
Sumérgete, zambulle tu cabeza bajo el agua y bucea, pero con los ojos bien abiertos. Sólo así los tendrás limpios para ver todo con más claridad. Por muy turbia que esté al agua, siempre encontrarás el camino hacia arriba para respirar y volver a zambullirte.
Mira al Sol de cara para saber cuánta crema necesitas  y si le vas a dar la espalda, asegúrate que estás lo suficientemente protegido.
Bajo la sombrilla siempre tendrás cobijo y protección, pero recuerda, ninguna sombrilla dura para siempre.
Salta al vacío como en mi foto. Que aunque todo parezca muy difícil y peligroso, la realidad después te demuestra que no es para tanto y que puedes hacerlo. Salta al vacío, ¡Vamos!

            Sólo al empezar las primeras líneas del cuento ella se movió un poco y pestañeó con los ojos todavía cerrados, como si estuviera teniendo una pesadilla. Él mientras, seguía leyendo sin mirarla. Al continuar, hizo alguna mueca con la cara y sin criterio ninguno giraba la cabeza de un lado a otro, como si estuviera diciendo que no a algo. Él no levantaba la mirada del papel. Más adelante levantó levemente un dedo, como cuando nos da un pequeño espasmo incontrolado.  Cuando él estaba prácticamente terminando de contarlo, ella agarró de un puñado las sábanas empapadas de su propio sudor y tiró fuerte hacia ella misma. 
Justo al terminar, dejó la hoja de papel en la que lo había escrito sobre la almohada y se marchó.

Ella abrió los ojos, se incorporó, aspiró profundamente como cuando salimos debajo del agua justo en ese momento que nos hace falta una bocanada de aire y gritó su nombre con una fuerza desgarradora. Pero él ya no estaba, se había marchado. Andaba por los pasillos del hospital y aunque pudo escuchar la voz de ella, llegando incluso a pararse, se dijo a sí mismo: “Tienes que olvidarla. Esa voz que has escuchado es sólo producto de tu imaginación. Ella no va a despertar. Tienes que irte”.

Todavía tumbada en la cama cogió el papel y pensó: “Mi cuento, es mi cuento. El que nunca me contó”.

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