"¡Abre la ventana por favor! ¡Dios qué calor!"
Seguro que me diría eso si estuviera despierta. O tal vez "¡Qué
aburrimiento!" O simplemente estaría serena y risueña, riéndose de cada tontería
que dijera o de cada mosca que pasase. Ella era así, un poco impredecible. No
es que fuera Dr. Jekyll y Mr. Hide pero sí que hacía falta a veces analizarla por si venía un poco mosqueada de un mal día en el trabajo o por el
contrario venía de buen humor por haber escuchado un chiste bueno en su
programa de radio favorito mientras conducía. Tal vez estaríamos hablando del
tiempo de verano o ese libro que empezó a leer, Pasiones Romanas, que tanto te estaba gustando.
Como yo no sabía muy bien de qué quería que le hablara, simplemente iba
cambiando de un tema a otro: el rescate a Grecia, las olas de calor, la
película de anoche, el bar nuevo que habían abierto al lado de casa, la
revisión del coche, lo fría que estaba la mitad de nuestra cama, de mis miedos
a abrirme, de los viajes que nunca hicimos… De muchas cosas, de todo menos de
mi deuda, la que tenía con ella y alguna de estas noches podré saldar, aunque no tendrá forma de saberlo porque seguirá dormida en la 168.
Estar tantas horas sólo
sin hablar con nadie más que los médicos, enfermeros o algún familiar esporádico que venga a quedarse
contigo mientras yo me ducho hace que uno delire un poco. De vez en cuando creo
que te mueves un poco y pestañeas con los ojos todavía cerrados, que haces
muecas con la cara, que levantas un dedo de la mano o incluso aprietas de un
puñado las sábanas. Pero no son más que desilusiones que se disuelven como un
azucarillo en el café. Cuando me levanto sobresaltado y llamo apurado a las
enfermeras me doy cuenta que todo es producto de mis estériles deseos y mis
remordimientos más que de una tangible realidad. No hay esperanza. Desde que te
tumbaste en esa cama de hospital sólo te has movido en mi mente.
En mis horas muertas
recuerdo momentos que vivimos, como aquella noche de enero en aquel bar donde
hablamos y hablamos y reímos y reímos mientras las bebidas iban ahogando
nuestros miedos e inseguridades del uno hacia el otro, como se abre una madre
al parir, naturalmente. O aquella noche de verano en la que tu cara brillaba,
te pusiste el pelo recogido como a mí me gustaba, y recibiste aquella llamada
para decirte que tu tío había muerto. Fue la primera vez que te vi llorar.
Recuerdo pensar ¡Cómo demonios puedo ayudarla! Igual que ahora, solo podía
estar a tu lado, cogerte la mano y esperar a que todo pasase.
También me gustaría que
supieras que estoy terminando un cuento, el que empecé cuando nos conocimos y
un día prometí contarte en la cama mientras nos quedábamos dormidos. Ese cuento
que a día de hoy me hace tener una deuda que no puedo pagar, por mucho interés
que yo tenga siempre será para mí final de mes, el cobrador del frac me
persigue al no poder saldarla porque sigues dormida.
Pero eso hoy va a cambiar. Yo ya he llorado en un rincón de casa. Hoy me
voy a marchar para no volver jamás. Yo no tengo vida ni tú tampoco, y no la
tenemos porque seguimos juntos. Lo mejor será que yo continúe con mi vida, con
otra mejor o peor, no sé, pero otra. Adiós. Espero que te vaya bien y que algún
día despiertes, que seas plenamente feliz sin mí. Nos vemos en los bares.
Sentado en la esquina de
esta cama saldaré mi deuda porque sé que me estás escuchando.
Este es tu cuento.
Salto
al vacío
Todavía recuerdo aquella foto
que me sacaste un verano durante nuestras vacaciones, en la que yo salía
saltando desde un pequeñísimo acantilado hacia el agua. En la foto parezco más
valiente de lo que en realidad fui, porque el desnivel no tendría más de metro
y medio, pero por el efecto óptico parecía que el salto era mayor. Recuerdo
cómo nos reíamos cuando la gente se sorprendía por la foto y mi bravura, cuando
éramos sólo tú y yo los que sabíamos la verdad. Y la verdad era que no fue para
tanto. Pero nos hacía gracia.
El camino hacia la playa era largo y tortuoso,
empinado, empedrado y el calor no ayudaba. Pero desde lejos veíamos la
recompensa. Una playa bellísima, de aguas tranquilas y frescas. Quizás ese fue
nuestro fallo, empeñarnos en llegar al final e incluso obsesionarnos con ello,
en lugar de disfrutar de la belleza que tenía el camino. Flores, plantas,
olores que podrían habernos dado un empujón de vida y alegría.
Ningún camino es fácil, eso deberíamos saberlo todos. De hecho creo que lo sabemos, pero no nos da la gana de admitirlo. Si tuviéramos los ojos más abiertos y conscientes, llegaríamos a la playa mucho antes, por ese u otro camino, de tal manera que se integrara y haríamos de la propia playa el camino entero. El camino se convertiría en playa.
Ningún camino es fácil, eso deberíamos saberlo todos. De hecho creo que lo sabemos, pero no nos da la gana de admitirlo. Si tuviéramos los ojos más abiertos y conscientes, llegaríamos a la playa mucho antes, por ese u otro camino, de tal manera que se integrara y haríamos de la propia playa el camino entero. El camino se convertiría en playa.
Solo puedes saber si el agua está fría o no si te
acercas a la orilla y te remojas los pies. Puedes entrar tan rápido como
quieras, nadie puede decirte al ritmo al que debes hacerlo. Unos prefieren
lento y otros más rápido. Cada uno tiene sus métodos. Pero tienes que mojarte.
Sólo así sabrás cómo de fría está el agua. Y aunque esté helada y tú la
prefieras más templada, seguro que con el tiempo le coges el gustito.
Sumérgete, zambulle tu cabeza bajo el agua y bucea,
pero con los ojos bien abiertos. Sólo así los tendrás limpios para ver todo con
más claridad. Por muy turbia que esté al agua, siempre encontrarás el camino
hacia arriba para respirar y volver a zambullirte.
Mira al Sol de cara para saber cuánta crema
necesitas y si le vas a dar la espalda,
asegúrate que estás lo suficientemente protegido.
Bajo la sombrilla siempre tendrás cobijo y
protección, pero recuerda, ninguna sombrilla dura para siempre.
Salta al vacío como en mi foto. Que aunque todo
parezca muy difícil y peligroso, la realidad después te demuestra que no es
para tanto y que puedes hacerlo. Salta al vacío, ¡Vamos!
Sólo al empezar las
primeras líneas del cuento ella se movió un poco y pestañeó con los ojos
todavía cerrados, como si estuviera teniendo una pesadilla. Él mientras, seguía
leyendo sin mirarla. Al continuar, hizo alguna mueca con la cara y sin criterio
ninguno giraba la cabeza de un lado a otro, como si estuviera diciendo que no a
algo. Él no levantaba la mirada del papel. Más adelante levantó levemente un
dedo, como cuando nos da un pequeño espasmo incontrolado. Cuando él estaba prácticamente terminando de
contarlo, ella agarró de un puñado las sábanas empapadas de su propio sudor y
tiró fuerte hacia ella misma.
Justo al terminar, dejó la hoja de papel en la que lo había escrito sobre la almohada y se marchó.
Justo al terminar, dejó la hoja de papel en la que lo había escrito sobre la almohada y se marchó.
Ella abrió los ojos, se incorporó, aspiró profundamente como cuando salimos
debajo del agua justo en ese momento que nos hace falta una bocanada de aire y
gritó su nombre con una fuerza desgarradora. Pero él ya no estaba, se había marchado.
Andaba por los pasillos del hospital y aunque pudo escuchar la voz de ella,
llegando incluso a pararse, se dijo a sí mismo: “Tienes que olvidarla. Esa voz que has escuchado es sólo producto de tu
imaginación. Ella no va a despertar. Tienes que irte”.
Todavía tumbada en la cama cogió el papel y pensó: “Mi cuento, es mi cuento. El que nunca me contó”.
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