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domingo, 26 de enero de 2020

La Sonrisa Infeliz


Con el eco de la voz de Carlos y María Dolores retumbando en mi cabeza desde que salí de Cádiz y con más curiosidad que cansancio, puse un pie en La Habana. Y cuando pones un pie en La Habana pueden pasar dos cosas: que La Habana te tome o que seas tomado por La Habana. Porque después de 500 años esta ciudad bien que se ha aprendido la lección y crece sobre ti como lo hace la hiedra trepadora sobre una vieja casita en los Cotswolds, o como cuando mojas la puntita de una hoja de papel con agua, y poco a poco vas viendo como la va empapando por completo.



     La Habana te empapa, te aborda con sus distintos emisarios, los cuales podríamos diferenciar según el sector al que se dediquen: Emisarios del transporte, Emisarios de Gastronomía y Emisarios de la Beneficencia. Cada uno de ellos con sus distintos tipos de demandas, solicitudes y ofrecimientos: taxis, coches clásicos, motonetas, coco-taxis, almendrones, bares con langosta y wifi, mojitos… ¿y tú no tienes nada que regalarme mi amigo? Nada insiste más que las persistentes olas del Estrecho de Florida sobre el Malecón, tan sólo el cubano, personaje de peculiares y únicas maneras. A medida que vas conociendo esta ciudad vas aprendiendo a tratarla, eso sí, cuesta un poco. Es como tratar con un adolescente en plena edad del pavo. Lo quieres mucho, pero a veces lo matarías. Te vas llenando poco a poco de su música, de sus ruidos, de moros y cristianos, de viandas, de agua de coco, de reggaetón, de salsa, de miserias, de olores desagradables... Pero sobre todo, de una cosa, de Sonrisas. Entonces, de repente, después de ver una en una esquina cualquiera y otra más en la siguiente, te percatas de la ironía: de la Sonrisa Infeliz. Porque en Cuba es sonreír o llorar, sonreír o morir, sonreír o no comer, sonreír o no querer, sonreír o no soportar, sonreír o no bailar, sonreír o no amar, sonreír o huir, sonreír o no dormir, sonreír o no vivir.



- ¿Voy bien Camilo?

- Vas bien, Fidel.





     Habana, biblioteca de almas, y pobres, muy pobres diablos. Tan pobres como listos y más listos que el hambre,  más listos que tú. ¡Que hasta el café descafeinado lleva cafeína! Y te tocarán, te adularán y te cantarán hablando. “Tú estarás muy duro, pero yo no tengo prisa”, como le dijo el perro al hueso. Y el habanero, sin prisa, llegará hasta donde él quiera. Roerá y roerá hasta ablandar el hueso duro que es su vida para finalmente comérselo.






     Ironía de una sonrisa infeliz de una Habana colonial, tan opulenta como mendiga, tan rica como miserable, tan reluciente como muerta. ¿Qué sería de una de esas almas, las que ya murieron, las que vieron una Habana de colores, si se levantaran de sus tumbas y vieran hoy una Habana gris? Esas que hacían del Floridita una parada en su camino de peregrinación santera. Probablemente se quedarían de piedra, como Hemingway apoyado en la barra sin su Daiquiri o a lo mejor se meterían de nuevo en su nicho y dirían “tapadme, tapadme y no dejadme salir jamás”.





     Sonrisa infeliz de la perrita Mulata, la guardiana dormida de San Ignacio y O´Reilly, que hace la ronda por la Plaza de la Catedral. Compleja ironía de lo que es Habana hoy: guardiana de la felicidad en estado de coma.












     Edificios en leprosa descomposición. Casas en renaciente transformación. Habana te canta cuando pasa por tu ventana, “¡llevo chuches, llevo dulces, llevo agua de coco!”. Pero yo quiero comprarte en pesos cubanos, aunque me tenga que comer la cola eterna del Copelia, que el CUC es para guiris sonrosados.

     Sonrisa infeliz de una ciudad que estando en la UVI se ríe panza arriba. ¿Hay algo más grande ni más bonito que reír mientras te estás muriendo? ¿Mientras estás en tu propio cortejo fúnebre? Y sin embargo, Habana con embargo, de amores por encargo, cargos que no llegan, llegan sólo turistas cargados de crema solar y cámaras de fotos, fotos que no hago pero que se quedan en el réflex de mi memoria, memoria de una ciudad que no olvida que no es ciudad sino todo un mundo, un mundo de supervivencia. Y sin embargo, súper-vivencias.



 Cuba el macrocosmos y Habana el microcosmos del sonido, que no se acuesta por muchos cañonazos que peguen, porque no calla, no para de sonar. ¿Qué mayor castigo te puede poner la vida que ser sordo en Habana? ¿Y perderte cómo vibran las ondas de las Claves, del Bongó o el Tres Cubano por el aire hasta aterrizar en tu corazón? ¿Tener caderas y no saber cómo usarlas? ¿Ser ciego en el Malecón y no ver el atardecer? Eso te dejaría desamparado en Desamparados. El baile cubano es un baile que no se baila, sino que se siente, 1, 2, 3… 4, 5, 6… Muy adentro. Con los pies pero también con las manos.



 Sonrisa infeliz de ambos mundos, los del Hotel, “el sitio en que tan bien se está”. Un sitio de lujo que desde arriba te hace de mirador de la miseria, para que no te pierdas detalle de la ruina ni del hedor visual. ¡Pero qué mojitos, Dios! Fascinantemente penoso. Desagradablemente sabroso.



 Sonrisa infeliz de una ciudad de fotos en blanco y negro con matices de color. O fotos a color con matices de blanco y negro, no sé cuál es el principal. Es confuso. No sé si hay oscuridad o luz entre tanto contraste. No sé si es una felicidad triste o una tristeza feliz.



     Y Vivir en Cuba es como hacer planes de futuro mientras te estás hundiendo en la ciénaga, o calcular tu aterrizaje cuando no se te abre el paracaídas o pensar qué plato principal pedir en el restaurante sin un peso en el bolsillo. Una paradoja irónica, un imposible que de hecho, finalmente acaba sucediendo: los planes de futuro se te cumplen, aterrizas sano y salvo y te acabas comiendo ese plato que querías. Quizás el concepto tiempo sea más relativo, más denso, más tortuga que gacela, pero de una manera o de otra las cosas pasan. Imaginación, ingenio y optimismo son probablemente los ingredientes principales, pero este guiso imposible también lleva una pizca de alegría, sacrificio, verborrea y 2 o 3 onzas de algo que a mí me parece admirable: Paciencia. La virtud del que espera y no se desespera. El cubano espera y espera y espera indefinidamente, ya sea sentado, recostado, bailando, haciendo una cola en la puerta del banco o simplemente dormido, pero con la certeza de que aquello que se proponga, finalmente se conseguirá.



 Resulta tremendamente complicado escanear con exactitud el alma de alguien a quien acabas de conocer, identificar a simple vista cuál es su condición, acertar de pleno en esos pequeños detalles que hacen que te guste o no, que lo ames o no. Por mucho que digan, esa virtud está al alcance de muy pocos. Mirar fijamente a los ojos puede darte alguna pequeña pista, pero lamento decirte que es sólo eso, una pista. Tampoco pierdes nada en intentarlo, en desnudarte metafóricamente con alguien ante el cual tu camino nunca se ha cruzado. Es a cara o cruz. Y a mí con La Habana me salió cara. Muy cara. Porque perdí mi alma mirándola fijamente, desnudándola con mi mirada y desnudándome ella con sus encantos.



     La Habana te espera sentada a la sombra, al fresquito, tranquila, fumando. O en una esquina del Paseo de Martí, de noche, donde ella se vende con tacones altos y escotes profundos, con cara de niña y trabajo de mujer. Te mira, te guiña y le da una calada a tus ansias de sentir.

Sus luces de noche te iluminan como lo hace un faro al barco que desea atracar, o como unas flores a una enamorada. La Habana deja que alguien tatúe en una mesa cualquiera de La Bodeguita del Medio #EscúchalaHabana, mientras el mojito te arrasa de la boca a los pies para que bailes, torpe europeo. Habana de Malecón eterno, de Ché victorioso, ¡Yanki! ¡Que José Martí te señala!



     Habana vieja, Habana nueva, rota, desnutrida, guerrera, que te ahogas y sacas la cabeza de debajo del agua en tu último soplo de aire, mientras las olas rompen en el Malecón con fuerza desgarradora. Caderas rompe cuellos, bailarinas al son, niñas que juegan a ser mayores, mayores que juegan al dominó o a no morir, muerte que apenas se atreve saltar por las murallas del Morro. Bares sin Bucanero, bucaneros sin barco, barcos sin puerto, puertos con avenidas, avenidas de San José y su mercado. Partagás que te metes entre mis labios pero no me beses tanto que luego me dejas tu olor y no sabré como olvidarme de ti. Llévame a Viñales con el campesino y allí sí que fumaré. Anda, vete ya, viejo. España madre patria, hermanos, padres y abuelos. Capitolio sin opresor, fuera de aquí.



Cuando entras en Habana experimentas una sensación que muchos hemos tenido de pequeños al andar en bicicleta. Al principio te cuesta, te tambaleas y dudas. Pero luego le coges el tranquillo. También es como si estuvieras pedaleando tu vida tranquila, suave y a tu propio ritmo, pero de repente, encallas en el barro, donde las pedaladas cuestan más, son más duras, es más difícil continuar.



     Habana, donde el sudor húmedo termina donde empieza la toalla, donde un partido de fútbol o de béisbol se juega en la carretera, a medianoche, en la Calle Infanta con 23. Donde ya no hay caldosas entre vecinos, pero ¡Hasta la victoria siempre! y se levanta una y otra vez como Ave Fénix, hay que volver a la vida, como sea. Habana no te deja indiferente.



¡Ay! Mis cositas habaneras, la de la falda corta, y mucha, mucha piel morena. La del pelo largo y mirada coqueta. Tanta piel como larga sea la calle, sea Obispo, sea Sol o sea Amargura. Amargura que no pasa la aduana, porque no tiene visado para entrar en este país. La Habana te habla, te habla mucho. Una foto amigo, una foto hermano, que ésta linda sonrisa de 5 añitos sólo la verás en La Habana, mas suavemente te extiendo la mano palma arriba, que a parte del atardecer y caminar, nada es gratis en esta vida, mi amol. Porque soy más listo que tú y he vivido más. No hace falta que me mires porque ya te miro yo, español, que de mí no te escapas.



     Siéntate en las escaleras de la Catedral, fúmate un puro mientras el sol te afeita la cara, que la Bodeguita ya suena y se encarga de acariciarte los oídos. Oye mi son, guantanamera, guajira guantanamera, aquí en la playa María, como se goza, aquí en la playa María, tú me provocas, ¡Ay! María ven! Porque para ti yo guardo la felicidad. Compay siempre Compay, Máximo Francisco Repilado, siempre en la banda sonora de mi cabeza.



     Ciudad abierta, ciudad desnuda por una tarifa fija, destruida y viva, guerrera y sumisa, larga como un Malecón lleno de pescadores. ¡Pero si esto es Cádiz! Hasta tienen el Bar Mina en lo que es por mi madre la plaza Mina, donde si caminas y observas atentamente podrás leer “Un pueblo culto cuida sus espacios verdes”, “No quiero dejar tierra atrás… sino que la echen sobre mi tumba”. Aquí estoy en casa, mi otra casa (¡no sé cuántas van ya!), porque huelo el mar y veo como tiran las cañas. Yo soy de aquí, aunque no lo supiera. Nunca es tarde, ¿no?



      17:30. Toque de queda. Es Diciembre y el sol trabaja a media jornada. Cambio: sale el sol y entra la luna ¡Ay, qué peligro tiene la luna habanera! Porque trae uno, dos, tres mojitos, trae brazos por encima del hombro y muchos “yo te llevo”. No te confundas, ella no te quiere, por mucho que te coja la mano sólo quiere tu dinero. Te romperá el corazón en dos y la cartera en mil. Te acompañará agarradita a tu cintura, esa que tú crees será tu negrita para siempre, pero mañana por la mañana se olvidará de ti. Dormirá al salir el sol y aparecerá de nuevo cuando salga la luna bandida.

Son tus luces, tus estrellas de bajo consumo las que iluminan mi camino en la Habana vieja. Camino que acaba en un bar, bar donde hay un camarero, camarero que te servirá una, dos, tres y la penúltima. El olor de su perfume te llevará a bailar aunque no sepas, y sin saber ni cómo ni por qué, acabarás otra vez en la calle, ebrio de júbilo y tu sudor danzante recorrerá tu frente hasta saltar por el trampolín de tu nariz. Esa gota de sudor acabará en suelo cubano, en suelo habanero, y será ahí amigo mío donde estarás ya perdido, porque habrás bautizado suelo revolucionario con algo que salió de tus adentros, que la propia ciudad te sacó sin darte ni cuenta. Le estarás dando licencia a esa embrujada ciudad para que amueble dentro de ti. Habana te habrá robado algo que antes sólo te pertenecía a ti, tus sentidos. Habrás tatuado tu alma en suelo Santero, con el beneplácito de Changó y la atenta mirada de Santa Bárbara.



     En la Plaza de la Catedral, Alicia Leal me murmuró algo al corazón, “las lenguas de las hojas no murmuran de nadie”. Plaza donde deambulan los turistas como hormigas, como termitas en un viejo trozo de madera. Turistas de dedos grises, peregrinos de ETECSA ¿Cuánto vale comprar una hora de prisión? 1 CUC. Faloperos de la tecnología, yonquis de Instagram y virus de la envidia y el aparentar. Hola estoy aquí, hola estoy allá. Gústame ¿Por qué cerráis la ventana porque entra brisa, pero abrís la puerta para que entre el huracán? Pena penita pena de ser un pájaro y no querer volar.



    







En la Avenida Carlos III los balcones tienen gente tendida y la ropa espera dentro. Balcones que controlan el tráfico, que te observan como un Gran Hermano, no vaya a ser que fallen las cámaras que te vigilan en cada esquina. Las paredes hacen de Páginas Amarillas, y Google son pegatinas que se anuncian con un “Yo reparo”: espejuelos, modistas, eléctricos. Todo “se arregla”, aunque tarde una eternidad en llegar de Panamá el recambio que necesito. Aunque tenga que hacer filigranas con cuatro hierros y fabricar una silla done antes sólo había escombros.

Los escotes tienen tatuado placer a un lado y dinero en el otro. Allende me deja una frase brutal, lapidada en mi retina: “Ser joven y no ser revolucionario es hasta una contradicción biológica”.

     En la Plaza de la Fraternidad Americana me espera, entre otros, Artigas, liberador de Uruguay. Gracias, ya te haré una visita. Allí también Lincoln se esconde detrás del Capitolio, como no queriendo mirar. Como avergonzado.



      Norberto y Alvarito son amigos desde hace sabe Dios cuántos años. Norberto tiene una leve cojera en su pierna derecha, que nada más conocerlo, no me atreví a preguntarle a qué se debía. Le di la mano eso sí. Pero al extendérsela también a Alvarito, que se sentaba junto a él, me percaté que este no me correspondía al intento de saludo. “Es ciego”, me dijo Norberto. “Pero ya tú viste cómo toca la guitarra, ¿no? Las manos divinas”. Son dos músicos fantásticos que suelen tocar cerca de La Catedral, por San Ignacio, en una pequeña pero histórica calle, El Callejón del Chorro, denominada así porque en ese callejón derramaba la zanja que surtía de agua a la ciudad en el año 1592, como su único acueducto. De todo el ambiente musical que viví en la Habana, quizás fue este el más mágico. El menos repetitivo y el que más repertorio me dio. Me puso los sentimientos a flor de piel y me despertó las ganas de escribir y de tener las entendederas de guardia constante.



     Estas son mis cositas habaneras, las de Cádiz, las de Cuba. De momento son las que hay. Si no te gustan, tíralas, ya escribiré otras cuando vuelva, Habana sinvergüenza. Ya nos veremos, espérame que ya nos encontraremos en nuestro destino.

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