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sábado, 20 de junio de 2020

Esa Luz


El salón estaba oscuro pero no tanto como el resto de la casa, porque del televisor salía una luz que alumbraba todo lo que se disponía, de manera heliocéntrica, a su alrededor. El resto de las habitaciones estaban vacías, desoladas y mudas. Las paredes no recordaban ya las últimas palabras que habían escuchado, ni los espejos las últimas personas que habían visto. El silencio inundaba todo, sólo el televisor rompía la oclusión de sonidos con sus ondas, cuyas vibraciones viajaban por el aire pastoso de aquella casa. El eco que provocaban se escurría por la cocina, luego atravesaba el pasillo y terminaba ahogándose en el agua del retrete. Desde el final del corredor se podía ver el marco de la puerta que daba al salón y el reflejo de la luz, como cuando se entra en un túnel y al lejos se puede divisar el final de éste. Era una luz blanca que alcanzaba a tocar con la punta de sus dedos el sillón que tenía justo enfrente. Él estaba postrado ante el aparato, fiel a la programación como un devoto ante un crucifijo. Los dos frente a frente y mirada fija hacia la pantalla. Entre sillón y televisor había una antigua mesa de cristal con patas metálicas, y encima de la mesa sobras de comida de hace varios días, un cenicero blanco con un cigarro a medio fumar, el cual todavía soltaba algo de humo y varias colillas muertas, como cucarachas panza arriba. Bajo la mesa, una alfombra con restos de migas de pan y varios envoltorios de plástico.

Tenía la espalda bien pegada al respaldo del sillón, como si estuviera pegado o amarrado a él. El brazo le colgaba del reposabrazos izquierdo, la mano le colgaba del brazo y de la mano le colgaban los dedos que sujetaban desganados el mando del televisor. De vez en cuando, de manera aleatoria, el cerebro mandaba orden a los dedos para cambiar de canal, cualquier canal. En sus pupilas se reflejaba la realidad que tenía enfrente. Las imágenes se sucedían unas detrás de otra de manera relampagueante, y sus ojos, seducidos, las perseguían como un guepardo a una gacela. Imágenes que desde la realidad interior del televisor viajaban miles, millones de kilómetros hasta llegar a su salón, donde se transformaban en estímulos que entraban por sus ojos, la córnea, la retina y el nervio óptico, quien mandaba la información al cerebro,  construyendo así una nueva realidad. La suya.

Vestía con camiseta estropajosa de tirantes blanca, sudada por el pecho, pegajosa y con manchas ya resecas de varios colores. Debían llevar varios días o quizás semanas allí incrustadas. Tenía los pies descalzos, una zapatilla debajo de la mesa y la otra en paradero desconocido, aunque tampoco la echaba de menos. Calzones de andar por casa, pero lo que se dice andar, andar no andaba mucho. En el sillón dormía y en el sillón se despertaba. Ni siquiera se levantaba cuando tocaban a la puerta. Con comer una vez al día era más que suficiente. Al baño tampoco iba demasiado. El pelo andaba a su aire, despeinado y desquiciado. La barba hecha andrajos.

En el tiempo que el cerebro mandó la orden a la mano y de la mano al dedo índice para cambiar de canal, se vio metido de lleno en las noticias locales del Canal 1. Otra vez, y era la segunda este año, un perturbado había entrado con un arma en un conocido supermercado y había empezado a disparar a discreción a todas las personas que se encontraban en su interior. Mientras los reporteros comentaban la noticia en directo desde el parking, con el supermercado de fondo, él empezó a deambular por los alrededores, observando como policías y paramédicos se aseguraban de poner a todo el mundo a salvo y atender a los heridos. Nadie parecía percatarse de su presencia, todos pasaban corriendo por su lado como si no existiera, como si no estuviera allí. Pero sí que estaba, podía escuchar las sirenas, el llanto de la gente, los avisos de la policía por el megáfono…. El asaltante fue identificado y abatido en cuanto la policía llegó. No se le conocían antecedentes. Él permanecía de pie junto a los reporteros, con los brazos caídos y escuchando la declaración de un testigo ante las cámaras, quien aseguró que el asaltante era un vecino conocido y que nunca había mostrado síntomas de violencia.

Cambió al Canal 3 donde anunciaban el mejor detergente del mundo. Los niños, como niños que eran, jugaban en el jardín lanzándose como kamikazes por el barro y deslizándose varios metros por él. Mamá y papá estaban en la cocina, por cuya puerta entraron los niños desde el jardín con manchas de barro hasta en los dientes. Él entró tras ellos. Papá se sorprendió tanto de ver a  los niños así, que hasta se derramó el café encima. Mamá sonrió y dijo que nadie se preocupara, que ella tenía la solución. Él se acercó con mamá hasta la despensa a coger el detergente milagroso. Ya con la ropa sucia en la mano, mamá abrió la puerta de la lavadora, y como si hubiera una cámara dentro de ella, se vio como la metía para lavarla. Él se asomó a su lado y miró hacia dentro. Al igual que la gente del parking, nadie parecía percatarse de su presencia. No hay un quitamanchas igual, tanto para ropa de color como blanca, dijo orgullosa mamá. Por mucho que se ensuciaran los niños o incluso papá, mamá iba a ser capaz de dejar la ropa como nueva gracias a ese magnífico detergente. Un solo producto para tener feliz a toda una familia y a una madre satisfecha con su trabajo.

En el Canal 5 un grupo de tertulianos se sentaban alrededor de una mesa, debatiendo sobre personas que no estaban allí presentes, juzgando al mundo en general y personajes famosos en particular, dando lecciones moralizantes de segunda mano de mercadillo de domingo. Él estaba sentado en la misma mesa que ellos. Todos menos él tenían un aspecto de neo ricos bien peinados. La conductora del programa era una señora que hacía ya tiempo había pasado la edad de jubilación, pero  que jugaba a quitarse años de encima como la que se sacude migajas de pan de la falda.  Tenía el pelo excesivamente lacado como si su estilista se hubiera ido de vacaciones, sobrepeso de Botox en la cara y labios extravagantes de color rosa silvestre. Tenía unas gafas negras que a veces se las hacía colgar sobre el pecho y otras en mitad de la nariz, gracias al cordón que las enganchaba y le rodeaba el cuello. Vestía un traje que claramente no era de su talla, a juego con el pintalabios. No paraba de señalar a los distintos tertulianos, levantar ambas manos tanto a un lado de la mesa como al otro, tratando de bajar el excesivo volumen de las conversaciones, basadas en insultos, estupideces e infundados derechos de opinión sobre la vida de los demás. En ciertos momentos, de tanto chillar, las voces casi que se podían confundir con ladridos y era ahí cuando la señora que jugaba a ser joven intervenía. En ocasiones, algún tertuliano se levantaba de la mesa de manera abrupta, visiblemente molesto y llorando lágrimas de cocodrilo. Luego solían volver con unos papeles en la mano y amenaza de abogados en la boca.

En el Canal 2, Él empezó a caminar en mitad de la jungla junto a un hombre que vestía con camiseta y pantalón corto blanco, gorra hacia atrás y sandalias rojas. También llevaba una mochila en la espalda y un palo en la mano. Él sin embargo todavía vestía como en casa. Había otro hombre que iba grabando todo con su cámara. El objetivo era encontrar alguna serpiente tailandesa. Tras varios minutos de caminata el hombre de la gorra mandó al que llevaba la cámara que se quedara quieto, que no se moviera. A Él no le dijo nada. Se habían topado con una serpiente de color verde radioactivo que yacía tranquila en la rama de un árbol, pero que empezaba a ponerse nerviosa ante la presencia de tanto turista. El hombre de la gorra advirtió sereno que se trataba de una serpiente extremadamente venenosa y mortal, y que tuvieran mucho cuidado de no alterarla. La serpiente tenía cara de no querer compañía ni amigos, aun así, el hombre trató de cogerla usando el palo que llevaba en la mano.  Advirtió de nuevo al hombre de la cámara que se apartara, que era muy peligroso, pero que él sabía lo que hacía. Al intentar atraparla, la serpiente respondió con un intento de mordisco que quedó, afortunadamente, sólo en eso, en un intento. El hombre permanecía tranquilo. A ella sin embargo se la veía nerviosa, excitada y molesta. Él pensó que probablemente a la serpiente no le gustaba mucho salir en televisión.

Él seguía mirando el televisor con fijación y no apartaba la mirada, con los ojos bien centrados, atentos y abiertos. Sentía su poder, la llamada, la luz. Poco a poco se incorporó para mirar más cerca separando la espalda del respaldo del sillón. La luz se hacía más grande e intensa. Todavía tenía el mando agarrado de la mano. A medida que la luz se intensificaba, Él se acercaba más. Se sentó al filo del sillón y dejó reposar los codos sobre su regazo para mirar con más determinación. La luz seguía creciendo, llamándolo. La pupila se abría más y más. La luz brillaba y penetraba con facilidad a través de sus ojos. Apartó la mesa de un manotazo y se puso a cuatro patas sobre la alfombra, gateó para acercarse más al televisor, a la luz. Dejó el mando en el sillón y siguió acercándose sigilosa y lentamente hacia una luz cada vez más brillante, que iluminaba ya todo el salón. Se percibía una áurea alrededor del aparato. La luz crecía y crecía y él se acercaba más y más. Estaba ya a escasos centímetros del televisor cuando se detuvo y se sentó en cuclillas, para mirar obsesivo al centro de la luz, que seguía llamándolo. Totalmente absorbido, embebido en esa áurea, alzó la mano derecha intentando tocar la pantalla. Justo en el instante en que sus dedos la rozaron, la luz brilló de manera cegadora y durante unos segundos se hizo tan blanca que no se veía nada. Tras la explosión de luz, ésta se fue. Volvió la oscuridad y Él estaba ahora dentro del televisor, palpando la pantalla y mirando con desesperación hacia afuera, intentando discernir qué era realidad y qué era ficción.

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