El salón estaba oscuro pero no tanto como el resto de la casa,
porque del televisor salía una luz que alumbraba todo lo que se disponía, de
manera heliocéntrica, a su alrededor. El resto de las habitaciones estaban
vacías, desoladas y mudas. Las paredes no recordaban ya las últimas palabras
que habían escuchado, ni los espejos las últimas personas que habían visto. El
silencio inundaba todo, sólo el televisor rompía la oclusión de sonidos con sus
ondas, cuyas vibraciones viajaban por el aire pastoso de aquella casa. El eco
que provocaban se escurría por la cocina, luego atravesaba el pasillo
y terminaba ahogándose en el agua del retrete. Desde el final del corredor se podía
ver el marco de la puerta que daba al salón y el reflejo de la luz, como cuando
se entra en un túnel y al lejos se puede divisar el final de éste. Era una luz
blanca que alcanzaba a tocar con la punta de sus dedos el sillón que tenía justo
enfrente. Él estaba postrado ante el aparato, fiel a la programación como un
devoto ante un crucifijo. Los dos frente a frente y mirada fija hacia la
pantalla. Entre sillón y televisor había una antigua mesa de cristal con patas
metálicas, y encima de la mesa sobras de comida de hace varios días, un
cenicero blanco con un cigarro a medio fumar, el cual todavía soltaba algo de
humo y varias colillas muertas, como cucarachas panza arriba. Bajo la mesa, una
alfombra con restos de migas de pan y varios envoltorios de plástico.
Tenía la espalda bien pegada al respaldo del sillón, como si
estuviera pegado o amarrado a él. El brazo le colgaba del reposabrazos
izquierdo, la mano le colgaba del brazo y de la mano le colgaban los dedos que sujetaban desganados el mando del televisor. De vez en cuando, de manera aleatoria, el
cerebro mandaba orden a los dedos para cambiar de canal, cualquier canal. En sus
pupilas se reflejaba la realidad que tenía enfrente. Las imágenes se sucedían
unas detrás de otra de manera relampagueante, y sus ojos, seducidos, las
perseguían como un guepardo a una gacela. Imágenes que desde la realidad
interior del televisor viajaban miles, millones de kilómetros hasta llegar a su
salón, donde se transformaban en estímulos que entraban por sus ojos, la córnea,
la retina y el nervio óptico, quien mandaba la información al cerebro, construyendo así una nueva realidad. La suya.
Vestía con camiseta estropajosa de tirantes blanca, sudada por el
pecho, pegajosa y con manchas ya resecas de varios colores. Debían llevar
varios días o quizás semanas allí incrustadas. Tenía los pies descalzos, una
zapatilla debajo de la mesa y la otra en paradero desconocido, aunque tampoco
la echaba de menos. Calzones de andar por casa, pero lo que se dice andar,
andar no andaba mucho. En el sillón dormía y en el sillón se despertaba. Ni
siquiera se levantaba cuando tocaban a la puerta. Con comer una vez al día era más
que suficiente. Al baño tampoco iba demasiado. El pelo andaba a su aire,
despeinado y desquiciado. La barba hecha andrajos.
En el tiempo que el cerebro mandó la orden a la mano y de la mano al
dedo índice para cambiar de canal, se vio metido de lleno en las noticias
locales del Canal 1. Otra vez, y era la segunda este año, un perturbado había
entrado con un arma en un conocido supermercado y había empezado a disparar a
discreción a todas las personas que se encontraban en su interior. Mientras los
reporteros comentaban la noticia en directo desde el parking, con el
supermercado de fondo, él empezó a deambular por los alrededores, observando
como policías y paramédicos se aseguraban de poner a todo el mundo a salvo y
atender a los heridos. Nadie parecía percatarse de su presencia, todos pasaban
corriendo por su lado como si no existiera, como si no estuviera allí. Pero sí
que estaba, podía escuchar las sirenas, el llanto de la gente, los avisos de la
policía por el megáfono…. El asaltante fue identificado y abatido en cuanto la
policía llegó. No se le conocían antecedentes. Él permanecía de pie junto a los
reporteros, con los brazos caídos y escuchando la declaración de un testigo
ante las cámaras, quien aseguró que el asaltante era un vecino conocido y que
nunca había mostrado síntomas de violencia.
Cambió al Canal 3 donde anunciaban el mejor detergente del mundo. Los
niños, como niños que eran, jugaban en el jardín lanzándose como kamikazes por
el barro y deslizándose varios metros por él. Mamá y papá estaban en la cocina,
por cuya puerta entraron los niños desde el jardín con manchas de barro hasta
en los dientes. Él entró tras ellos. Papá se sorprendió tanto de ver a los niños así, que hasta se derramó el café
encima. Mamá sonrió y dijo que nadie se preocupara, que ella tenía la solución.
Él se acercó con mamá hasta la despensa a coger el detergente milagroso. Ya con
la ropa sucia en la mano, mamá abrió la puerta de la lavadora, y como si
hubiera una cámara dentro de ella, se vio como la metía para lavarla. Él se
asomó a su lado y miró hacia dentro. Al igual que la gente del parking, nadie
parecía percatarse de su presencia. No hay un quitamanchas igual, tanto para
ropa de color como blanca, dijo orgullosa mamá. Por mucho que se ensuciaran los
niños o incluso papá, mamá iba a ser capaz de dejar la ropa como nueva gracias
a ese magnífico detergente. Un solo producto para tener feliz a toda una
familia y a una madre satisfecha con su trabajo.
En el Canal 5 un grupo de tertulianos se sentaban alrededor de una
mesa, debatiendo sobre personas que no estaban allí presentes, juzgando al
mundo en general y personajes famosos en particular, dando lecciones
moralizantes de segunda mano de mercadillo de domingo. Él estaba sentado en la
misma mesa que ellos. Todos menos él tenían un aspecto de neo ricos bien
peinados. La conductora del programa era una señora que hacía ya tiempo había pasado
la edad de jubilación, pero que jugaba a
quitarse años de encima como la que se sacude migajas de pan de la falda. Tenía el pelo excesivamente lacado como si su
estilista se hubiera ido de vacaciones, sobrepeso de Botox en la cara y labios extravagantes de color rosa silvestre. Tenía unas gafas negras que a veces se las
hacía colgar sobre el pecho y otras en mitad de la nariz, gracias al cordón que
las enganchaba y le rodeaba el cuello. Vestía un traje que claramente no era de
su talla, a juego con el pintalabios. No paraba de señalar a los distintos tertulianos,
levantar ambas manos tanto a un lado de la mesa como al otro, tratando de bajar
el excesivo volumen de las conversaciones, basadas en insultos, estupideces e
infundados derechos de opinión sobre la vida de los demás. En ciertos momentos,
de tanto chillar, las voces casi que se podían confundir con ladridos y era ahí
cuando la señora que jugaba a ser joven intervenía. En ocasiones, algún
tertuliano se levantaba de la mesa de manera abrupta, visiblemente molesto y
llorando lágrimas de cocodrilo. Luego solían volver con unos papeles en la mano
y amenaza de abogados en la boca.
En el Canal 2, Él empezó a caminar en mitad de la jungla junto a un
hombre que vestía con camiseta y pantalón corto blanco, gorra hacia atrás y
sandalias rojas. También llevaba una mochila en la espalda y un palo en la
mano. Él sin embargo todavía vestía como en casa. Había otro hombre que iba
grabando todo con su cámara. El objetivo era encontrar alguna serpiente
tailandesa. Tras varios minutos de caminata el hombre de la gorra mandó al que
llevaba la cámara que se quedara quieto, que no se moviera. A Él no le dijo
nada. Se habían topado con una serpiente de color verde radioactivo que yacía tranquila
en la rama de un árbol, pero que empezaba a ponerse nerviosa ante la presencia
de tanto turista. El hombre de la gorra advirtió sereno que se trataba de una
serpiente extremadamente venenosa y mortal, y que tuvieran mucho cuidado de no
alterarla. La serpiente tenía cara de no querer compañía ni amigos, aun así, el
hombre trató de cogerla usando el palo que llevaba en la mano. Advirtió de nuevo al hombre de la cámara que
se apartara, que era muy peligroso, pero que él sabía lo que hacía. Al intentar
atraparla, la serpiente respondió con un intento de mordisco que quedó,
afortunadamente, sólo en eso, en un intento. El hombre permanecía tranquilo. A
ella sin embargo se la veía nerviosa, excitada y molesta. Él pensó que
probablemente a la serpiente no le gustaba mucho salir en televisión.
Él seguía mirando el televisor con fijación y no apartaba la
mirada, con los ojos bien centrados, atentos y abiertos. Sentía su poder, la
llamada, la luz. Poco a poco se incorporó para mirar más cerca separando la
espalda del respaldo del sillón. La luz se hacía más grande e intensa. Todavía
tenía el mando agarrado de la mano. A medida que la luz se intensificaba, Él se
acercaba más. Se sentó al filo del sillón y dejó reposar los codos sobre su
regazo para mirar con más determinación. La luz seguía creciendo, llamándolo.
La pupila se abría más y más. La luz brillaba y penetraba con facilidad a
través de sus ojos. Apartó la mesa de un manotazo y se puso a cuatro patas
sobre la alfombra, gateó para acercarse más al televisor, a la luz. Dejó el
mando en el sillón y siguió acercándose sigilosa y lentamente hacia una luz cada
vez más brillante, que iluminaba ya todo el salón. Se percibía una áurea
alrededor del aparato. La luz crecía y crecía y él se acercaba más y más.
Estaba ya a escasos centímetros del televisor cuando se detuvo y se sentó en
cuclillas, para mirar obsesivo al centro de la luz, que seguía llamándolo.
Totalmente absorbido, embebido en esa áurea, alzó la mano derecha intentando
tocar la pantalla. Justo en el instante en que sus dedos la rozaron, la luz
brilló de manera cegadora y durante unos segundos se hizo tan blanca que no se veía
nada. Tras la explosión de luz, ésta se fue. Volvió la oscuridad y Él estaba ahora
dentro del televisor, palpando la pantalla y mirando con desesperación hacia
afuera, intentando discernir qué era realidad y qué era ficción.
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